Mientras la marea de veraneantes abandona sus hogares en busca de descanso, o de paisajes nuevos lejos del hogar, el corazón de la Península late al compás de las llamas que devoran sin clemencia los montes y campos, cuna y sustento de generaciones enteras. Los incendios forestales –cada año, más voraces; cada verano, más numerosos– arrasan miles de hectáreas en distintas regiones del país, dejando a su paso un tapiz de ceniza, una estampa de desolación difícil de asimilar. Allí donde antes brotaba la vida, ahora solo queda el eco del crujir de ramas calcinadas, siluetas de árboles esqueléticos y una tristeza que se cuela, tenaz, en el alma de quienes han visto desaparecer su hogar entre lenguas de fuego. El calor sofocante, la sequía pertinaz, el viento que azuza la furia del incendio: todo conspira para hacer insufrible la faena de bomberos y voluntarios, que se baten día tras día contra un enemigo omnipresente. Desde la distancia, el resto de la ciudadanía mira con el corazón hecho un nudo el avance del desastre, preguntándose cuándo terminará la pesadilla.
Pero las llamas no solo devoran campos y árboles y casas; arrasan también la memoria viva de la tierra, destruyen la biodiversidad forjada durante siglos, amenazan la salud pública y asestan un golpe brutal a la economía rural. La emergencia climática, ese monstruo que crece en silencio, y la imprudencia –a veces negligente, a veces deliberada– de quienes se niegan a cambiar hábitos y costumbres, se confabulan para hacer de cada verano un ritual de pérdida y luto. España se enfrenta a un desafío colosal: proteger sus bosques y a quienes los habitan, reconstruir una y otra vez el futuro sobre la tierra humeante, y hallar, entre las cenizas, razones para la esperanza. Porque este país se quema ante nuestros ojos, y el dolor de sus habitantes resuena como un clamor sordo desde cada aldea, cada colina, cada valle ahora oscurecido.
El ciclo es tan previsible como descorazonador: año tras año, verano tras verano, repetimos la misma letanía de tragedias anunciadas, mientras quienes ostentan las riendas del poder parecen presos de una inercia desesperante. Se sabe –y hace tiempo que se sabe– que urge limpiar los montes, mantener cuadrillas estables de prevención durante todo el año, no solo en la temporada de incendios; que el desbroce es vital, que la gestión forestal no puede esperar a que ardan los campos. Pero el intercambio estéril de culpas entre unos y otros, la parálisis de la burocracia y la falta de visión a largo plazo condenan a nuestros montes al olvido y el abandono. Mientras tanto, los vecinos de los pueblos arrasados, ganaderos y pastores que ven sus tierras convertidas en polvo, viticultores que contemplan impotentes la ruina de sus viñedos, apicultores, ancianos que han dedicado su vida a este suelo, escuchan una vez más promesas de ayudas tardías, declaraciones de intenciones que se desvanecen como humo. Ya lo vivimos con la devastadora DANA; lo vivimos cada vez que la naturaleza exige responsabilidades y la respuesta llega, si llega, demasiado tarde.
En este umbral decisivo, comprendemos que el combate no es únicamente por los bosques o los campos que arden, sino por la raíz profunda de lo que somos. No podemos consentir que la apatía se instale como manera de gestión, ni que la retórica vacía apague la última chispa de esperanza. Es tiempo de exigir a quienes gobiernan respuestas firmes, acciones que trasciendan el calendario y los discursos. Porque España no solo se consume en sus llamas; en riesgo está el porvenir, y sobre todo, la huella viva que heredarán quienes vendrán después.
Epicuro imaginó la felicidad entre amistades sinceras, jardines secretos y charlas apacibles. Hoy, la ironía nos golpea: ese jardín que es abrigo y remanso arde mientras contemplamos impotentes el avance del fuego. No nos queda otra que exigir reformas profundas, actuar aquí y ahora para no convertirnos en testigos mudos del final de nuestro propio paisaje, de nuestra identidad. El cambio no es una opción, es una urgencia. Solo si asumimos la tarea común de proteger cuanto amamos, podremos reconstruir, con esperanza y coraje, un destino que no esté escrito para siempre con cenizas.






















