Sé bien que cuando el hacha de la muerte me tale,
se vendrá abajo el firmamento.
(Juan Ramón Jiménez)
El mar Menor se halla desde hace años cercano a la muerte ecológica y por ello algunos ciudadanos pidieron que fuera considerado persona jurídica para otorgarle derechos como el de vivir, mantener su ley ecológica y recuperarse del daño recibido. Su situación sigue siendo crítica por la contaminación y la pérdida de biodiversidad debido a la eutrofización, a su vez fruto de actividades agrícolas y urbanas excesivas.
Me pareció algo más que una anécdota. El código penal contempla severos castigos por agresiones ecológicas, especialmente incendios, y por abandono y maltrato animal (ya que el código no lo exceptúa, no entiendo por qué esto no se aplica al ganado bravo). Implícitamente, pues, se reconocen unos derechos básicos a los seres vivos, plantas y animales, en consideración a su necesidad para la existencia humana, pero también por el valor que tienen en sí mismos.
Me suscitan estas reflexiones los desmedidos incendios que estamos sufriendo este verano. Y me seduce la idea de ver el mundo de los derechos como un árbol frondoso que crece con el paso del tiempo. La educación y la sensibilidad hacia el entorno social y natural van creando el sustrato cultural que abona el crecimiento de los derechos. Ahí podríamos ver las raíces del árbol. Y, en el tronco, los sujetos de los citados derechos. Al principio eran unos pocos: sólo los varones libres y arraigados en un territorio. Poco a poco, fruto de movimientos revolucionarios, se fue ensanchando ese tronco hasta albergar a «todos los miembros de la familia humana», tal como reza la declaración universal de 1948. Es más: el concepto de desarrollo sostenible, hoy guía insoslayable para la pervivencia humana, considera como sujeto de derechos a las generaciones futuras, cuyo destino se halla comprometido por lo que hagamos -o dejemos de hacer- en el presente.
En la copa del árbol, cada vez más frondosa, podríamos ver los distintos tipos de derechos: los personales y políticos, (a la vida, la libertad, la igualdad jurídica, el gobierno representativo, etc.); los sociales, (a la educación, la asistencia sanitaria y social, al trabajo) y otros. Más adelante, ya en el siglo XX, aparecen los derechos de los pueblos; ahí están los de autodeterminación, no injerencia exterior, la paz. Y, por fin, los derechos de los animales y entornos naturales a los que nos venímos refiriendo.
El árbol tiene una simbología poderosa. Se refiere al ser humano lo primero, pues también es un ser vertical que vive en dos mundos, la tierra y el cielo, y a ambos les une el impulso de regeneración, tras el ciclo que va del nacimiento a la muerte. Algunas culturas ven en el árbol el eje “alrededor del cual se agrupa el mundo” (H. Biedermann). Como dice el poeta, el firmamento que compartimos se vendrá abajo si lo talamos o quemamos.























