Hay quien considera, y con razón, que el turismo puede acabar dañando las ciudades. En los ámbitos de la sociología y el periodismo, se ha extendido la expresión «morir de éxito» para las ciudades receptoras de turistas que se han visto desbordadas por este fenómeno. Destinos como Roma, París, Ámsterdam o Barcelona son claro ejemplo de ello. Ni subiendo las tasas turísticas, ni imponiéndolas incluso sin pernoctar, se consigue evitar el flujo masivo ni las incomodidades que suponen para los residentes la presencia descontrolada de visitantes. El ejemplo paradigmático, sin lugar a dudas, es Venecia, la ciudad de los canales que se desangra demográficamente. Allí no se puede vivir. De los 175 000 habitantes con los que contaba a mediados del siglo XX se ha descendido hasta los 50 000. Ni siquiera las pestes del XVII provocaron retrocesos equiparables, pero sus habitantes no aguantan más el agobio que supone vivir en una ciudad pequeña, con las molestias derivadas de su peculiar fisonomía y los treinta millones de turistas que recibe cada año.
España en 2024 recibió 94 millones de turistas y, de seguir el ritmo que llevamos, este año el número se acercará a los cien. Y aunque Madrid sea con diferencia la ciudad más visitada, su enormidad le permite salvar mejor la problemática que genera la afluencia de tantos viajeros. Pero en ciudades más pequeñas, incluida Barcelona, la situación empieza a ser ya preocupante. Pensemos en lugares como Málaga, Palma de Mallorca, Granada, Peñíscola o la isla de Menorca, donde la vida local se ha visto seriamente perjudicada por la avalancha turística, las consecuentes subidas de precios y dificultad de acceso a los servicios.
Salamanca, que continúa siendo la ciudad de Castilla y León más visitada si tomamos como referencia las pernoctaciones, está lejos de entrar en esa dinámica destructiva que le llevaría a morir de éxito. Más aún, sin el turismo moriría de inanición. Sin industria ni un tejido empresarial potente, tan solo el prestigio histórico de su Universidad y el patrimonio artístico y cultural tiran del carro económico que sostiene a una ciudad tan olvidada y ninguneada por quienes mandan, igual que el resto del occidente peninsular. Por eso hay que cuidar el turismo, porque sin él caerían, junto a la hostelería, los demás sectores y servicios que se le vinculan.
Y ante esta necesidad de atender el turismo, llama la atención, casi escandaliza, que los visitantes no puedan tener acceso a algunos monumentos emblemáticos. Varias iglesias y conventos están cerrados o solo se tiene acceso a ellos en horario de cultos, con lo cual, y por el respeto que siempre le pedimos al turista, no resulta procedente entrar a contemplar o curiosear el interior. Especialmente doloroso es, en este sentido, el caso de la Purísima, que alberga en su interior la mejor colección de pintura italiana de Castilla y León. No se trata de buscar culpables; sabemos que estos espacios son propiedad privada y cuesta mucho encontrar voluntarios para atenderlos, más todo lo que se quiera alegar. Pero está claro que algo sigue sin funcionar bien, porque no es el primer año, que Ayuntamiento y Diócesis no son capaces de encontrar una solución y que una ciudad como Salamanca, que vive del turismo, no puede permitirse estos lujos.
























2 comentarios en «Morir de descuido»
Con la Iglesia hemos topado amigo Sancho. Como ellos tienen los ingresos asegurados porque nuestro estado laico da parte de nuestros impuestos a la Iglesia, aparte del patrimonio que esta posee en bienes inmobiliarios sobre todo. Que Salamanca sea una ciudad pobre o rica se la suda. Además unas pinturas de valor artistico incalculable son patrimonio de la humanidad y es un «pecado» no permitir el acceso al disfrute de ellas.
Ciertamente resulta chocante, especialmente en algunos templos que cuentan con cofradías que a buen seguro podrían implicarse en la atención del recinto para tener un horario de visita de carácter turístico. El caso de la iglesia de San Esteban, que prácticamente abre solo para cultos, sirve de ejemplo.
Da la impresión de que a ciertos sectores de la iglesia no les gusta nada que la gente acuda a los templos a disfrutar del legado que nuestros antepasados, merced a su esfuerzo físico, intelectural y económico, nos transmitieron y que, con independiencia de su titularidad, pertenece a todos los ciudadanos.