Conviene empezar esta columna con una aclaración: no todos los partidos, ni todos los políticos, hacen lo mismo. Sería injusto generalizar, pero negar que los gobiernos de algunas comunidades autónomas han convertido la confrontación con el Gobierno en el eje de su política sería taparse los ojos.
Una de las paradojas más preocupantes de la política española es el modo en que algunas comunidades autónomas se convierten en trincheras frente al Gobierno de España en lugar de ser espacios de gestión al servicio de los ciudadanos. La estrategia es relegar la gestión cotidiana, que es lo que debería dar sentido a la descentralización, cargar responsabilidades sobre el Gobierno y utilizar la autonomía como ariete político. Esta estrategia erosiona la legitimidad del sistema autonómico y, a la larga, abrirá un debate sobre la propia viabilidad del mismo.
Aunque viene de antiguo el primer ensayo a gran escala de esta práctica política tuvo lugar durante la pandemia de la Covid-19 y fue un espejo implacable de este fenómeno. Hubo gobiernos autonómicos más preocupados por marcar perfil frente al Ejecutivo que por coordinar recursos, reforzar la atención primaria o garantizar la protección en residencias. La confrontación sobre quién imponía restricciones, quién debía pagar los respiradores, a quién correspondía cerrar colegios o atender las residencias de mayores desvió un tiempo precioso en medio de una crisis sanitaria sin precedentes. La ciudadanía percibió entonces que las instituciones discutían más entre sí que con el virus.
Lo mismo ha sucedido con catástrofes naturales como la DANA o los incendios forestales. Ante lluvias torrenciales que arrasan pueblos enteros o fuegos que devoran montes y viviendas, hemos visto presidentes autonómicos desviando responsabilidades propias y ministros intercambiando reproches, en lugar de planificar de manera conjunta la prevención y la respuesta. Las cámaras de televisión recogían acusaciones cruzadas, mientras los vecinos esperaban, literalmente, con el agua o el fuego en la puerta.
El problema no es solo de eficacia: es de confianza. Cuando las autonomías se usan como arma partidista, el ciudadano deja de verlas como una conquista de autogobierno y empieza a percibirlas como un teatro de confrontación estéril, como un campo de batalla donde se libran guerras que poco tienen que ver con sus problemas cotidianos. Ese descrédito erosiona el pacto territorial que sostiene la España democrática desde 1978 y alimenta voces que cuestionan el propio modelo autonómico. No porque sea malo en sí mismo, sino porque se ha desvirtuado hasta convertirse en una coartada para eludir responsabilidades.
Las autonomías fueron concebidas para acercar la gestión al ciudadano, adaptar las políticas a la diversidad del país y reforzar la democracia desde la proximidad. Pero si se utilizan como barricadas frente al Estado, del que forman parte, pierden su sentido y se convierten en un factor de desgaste. La política española debería recordar que los ciudadanos no esperan fuegos artificiales retóricos ni choques institucionales, sino soluciones concretas: un centro de salud que funcione, una escuela de calidad, viviendas accesibles, trenes que vertebren el territorio, un sistema de emergencias eficaz, una coordinación real en momentos de crisis.
El verdadero debate no debería ser si el modelo autonómico sirve, sino si los políticos que lo gestionan están a la altura de las instituciones que representan. Pero mientras siga siendo rentable electoralmente el enfrentamiento con el Estado, corremos el riesgo de vaciar de contenido un modelo que, bien utilizado, es una de las grandes conquistas democráticas de nuestro país. Porque el descrédito no lo causa el diseño territorial, sino la tentación constante de usarlo como campo de batalla. Y ahí, más que en los textos constitucionales, es donde nos jugamos el futuro de la cohesión democrática en España.
Mientras la política cortoplacista premie la bronca sobre la gestión, y nosotros lo refrendemos con nuestros votos, corremos el riesgo de vaciar de contenido una de las mayores conquistas de nuestra democracia: un sistema que nació para acercar las soluciones y que algunos se empeñan en usar para multiplicar los problemas.
Quisiera creer que hay una salida sencilla, pero no la hay. Sí hay una brújula: medir a los responsables públicos por sus resultados y por su capacidad de cooperación, no por su volumen en el plató. El sistema autonómico funciona cuando quienes lo encarnan deciden hacerlo funcionar. Lo demás —la gresca, la pose, el cálculo— es ruido. Y el ruido, en política, siempre termina alejando a los ciudadanos de las instituciones que deberían protegerlos.
Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario
@BarruecoMiguel
























3 comentarios en «¿Autonomías o trincheras?»
Bueno yo también veo que ahí reside un gran problema cuando yo tengo algún problema trato de resolverlo yo y si necesito ayuda primeramente veo los vecinos de del mismo rellano sean del partido que sean que eso ya me importa poco y si no me lo pueden resolver ellos los tres o cuatro vecinos que mejor me llevo o crea que me lo pueden resolver y ya voy alejando a buscar a los mejores amigos aunque sean dos o tres portales cerca de casa pero procuro no tener que ir al otro extremo de mi ciudad a buscar la ayuda si no en mi propio barrio que es el que me lo pueden ayudar ahí está la cuestión que nos ayudemos unos a otros sin importar el partido que es cada uno
Un interesante artículo que coincide con mi forma de pensar. No soy político activo, quiero decir profesional, sólamente una persona adulta que lee, se informa, analiza lo que lee y saca sus conclusiones.
No pertenezco a ningún partido, pero mis vivencias y la garantía que me da esa independencia me permiten una mayor objetividad.
Y el gobierno no demuestra muchas ganas de confrontación con algunas autonomías que no son de su cuerda?