Dicen que septiembre es un mes de comienzos, pero todos sabemos que en realidad es un mes de finales: final de las tardes eternas, final del tostado en la arena de la playa, final de las excursiones diarias en la montaña; final de los pies descalzos y las cabezas casi vacías, como si el verano hubiera sido un sueño del que septiembre nos despierta sin pedir permiso. Y lo recibimos como a ese pariente inevitable que se sienta en la mesa familiar y siempre tiene algo que recriminar.
El mes arranca oliendo a cuadernos nuevos, a ropa de entretiempo que nunca sabemos cuándo estrenar y se queda en el armario, a rutina que vuelve con puntualidad ferroviaria (la que antaño tuvieron los trenes ingleses); a madrugones que huelen a café apresurado, a colegios que se llenan de padres en sus puertas, a colas en el supermercado; a oficinas que parecen más tristes que en junio, aunque tengan el mismo fluorescente encendido. Septiembre llega con el sigilo de un cartero que no trae cartas de amor, sino facturas.
Hay quien habla de “la magia del nuevo curso”, pero basta mirar a los pasajeros del metro, arrastrando por los vagones la melancolía de sus zapatillas de estar por casa aún calientes, para comprender que septiembre tiene más de verdugo que de hada. No hay magia: lo que hay es la sensación de que el verano fue apenas un parpadeo.
Y, sin embargo, qué sería de nosotros sin él. Septiembre es ese amigo incómodo que nos obliga a ponernos en pie, a dejar de comer helado como si no hubiera un mañana y a convencernos de que la normalidad también puede tener su épica. Nos enfrenta al espejo del tiempo: ya no somos los mismos que se tiraron a la piscina en julio, pero tampoco aún los derrotados que aguardarán la Navidad como otro pequeño paréntesis en la realidad.
Sería injusto demonizarlo del todo. Hay, incluso, una belleza secreta en septiembre: en las puestas de sol, en el cielo que empieza a apagarse antes de la cena, en el aire que recuerda que el verano no es eterno, en las primeras lluvias del otoño; en las ciudades que recuperan su pulso después de la siesta estival y vuelven a latir con fuerza. Y entre tanta resignación se cuela un consuelo irónico: si no existiera septiembre, seguiríamos creyendo que la felicidad es un agosto infinito, y ya sabemos que ni el cuerpo ni la cuenta bancaria soportan tanto paraíso.
Así que brindemos por septiembre, por sus madrugones y sus oficinas, por la nostalgia que arrastra y la disciplina que impone. Al fin y al cabo, es el mes que nos devuelve a la vida real, esa que siempre prometemos cambiar después de las vacaciones: empezar proyectos, apuntarse al gimnasio o de dejar de fumar. Sabemos que casi nadie lo consigue, pero la ilusión –como los propósitos de Año Nuevo– tiene su papel en la función.
Al final, septiembre no nos roba nada que no fuera suyo. Nos recuerda que la vida no es un verano eterno ni un paréntesis de agosto, sino este ir y venir de rutinas que, en su repetición, también nos sostienen. Quizá la ironía más grande sea que, en medio de la queja, todos agradecemos volver a la normalidad. Porque sin septiembre, ¿cómo íbamos a valorar de verdad las vacaciones? Tal vez el secreto sea ese: que septiembre, con sus madrugones y sus rutinas, es el telón que hace brillar al verano como un acto único e irrepetible.
Por. Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario
Paisajes desde la bici: la dehesa del Campo Charro, un ecosistema propio creado alrededor de las encinas, a primera hora de la mañana. pic.twitter.com/Fbcoj4WTsS
— Miguel Barrueco Ferrero (@BarruecoMiguel) September 12, 2025























2 comentarios en «Septiembre»
Buenos días septiembre es un mes precioso en todos los sentidos no tiene tanta calor como junio o julio y agosto se duerme muy bien por las noches la gente se tranquiliza de los calores que está estresado de agosto y de venir de las vacaciones vuelve muy tranquilo a su rutina y casi nunca pasa nada desagradable no como en los meses anteriores que la gente está súper estresada tenía que tener el año tres septiembre
Un texto precioso