En estos días en que la palabra guerra vuelve a infiltrarse en titulares y discursos con una ligereza que hiela la sangre, conviene recordar un epitafio breve de Rudyard Kipling —Nobel de Literatura en 1907—, escrito tras la muerte de su hijo John, caído en el frente con apenas dieciocho años. Una sentencia tan sencilla como devastadora: «Si alguien pregunta por qué hemos muerto, decidles: Porque nuestros padres mintieron».
Kipling, fervoroso belicista en los años previos a la Gran Guerra, empujó a su hijo a alistarse. Tras su muerte, golpeado por el sentimiento de culpa, escribió el epitafio reconociendo que la mentira no siempre oculta hechos: a veces adopta la forma de convicciones heredadas, de certezas rotundas que no son tales y de promesas de gloria que arrojan a los jóvenes a morir por causas que no comprenden y que nunca fueron suyas. Esa mentira se disfraza de promesas de gloria, de banderas que camuflan la obediencia ciega con la exaltación de un sacrificio que solo alimenta intereses ajenos.
Hoy, cuando el aire del mundo vuelve a cargarse del sonido de tambores bélicos, esa advertencia debería resonar con fuerza. Padres no son solo los progenitores: lo son también las generaciones adultas, los dirigentes, los referentes. A todos nos incumbe quebrar el círculo de la mentira, obligarla a retroceder, a desaparecer, antes de ver como envían a nuestros hijos al frente de guerra –antes de que se vean obligados a matar o morir–. Quien educa en la hostilidad hacia el otro, quien presenta la guerra como un destino inevitable, quien oculta que la paz exige más valor que la guerra, siembra la misma semilla que Kipling plantó y, demasiado tarde, lloró.
La tentación de reducir todo a un “ellos o nosotros” es la coartada más cómoda de la mentira. El deber ético de quienes educan es menos confortable: consiste en enseñar a preguntar, a dialogar, a desconfiar de las banderas que exigen la sangre propia o ajena como peaje. Porque lo que está en juego no es solo la vida de quienes mañana se verán obligados a vestir un uniforme, sino también la dignidad moral de quienes hoy los forman y conducen.
Cada vez que escuchemos un discurso acera de la inevitabilidad o la conveniencia de la guerra, sea en Ucrania, Palestina, El Congo, o cualquier otro sitio, debemos preguntarle en voz alta a que intereses sirve, que oculta o que beneficios obtiene e, incluso, si va a enviar a sus hijos al frente, porque lo que no dudarán es enviar a los nuestros.
Que dentro de unos años no tengamos que repetir, ante nuevas lápidas, la misma sentencia. Que nuestros hijos no se vean obligados a decir al mundo que cayeron porque sus padres les mintieron y no supieron resistir al hechizo de la guerra, porque tuvieron miedo de levantar la voz, porque no quisieron significarse por oponerse a la guerra. La memoria de Kipling nos impone algo tan simple como urgente: decir la verdad en voz alta para que la oigan bien nuestros gobiernos, aunque incomode, aunque desarme las pasiones fáciles. Porque la primera línea de defensa contra la guerra no se levanta en las trincheras, sino en la educación que se siembra en cada casa, en cada escuela, en cada discurso público. Allí empieza la paz –o la mentira que la traiciona.
Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario
@BarruecoMiguel























1 comentario en «La guerra, herencia de la mentira»
Ahora mismo solo me mi viene a la memoria una persona que no ha querido a la que ir a la guerra que la metieron tres años en la cárcel aunque creo que hubo alguno más como classius Clay Mohamed Alí creo que no habrá ni ha habido otro igual muchos tenían que seguir el ejemplo creo que alguno más también lo hizo