Cuando abrió el sexto sello se produjo un violento terremoto y el sol se puso negro y la luna toda como sangre, y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra como la higuera suelta sus higos verdes al ser sacudida por un viento fuerte.
(Apocalipsis 6:12-13 ).
Si fuéramos creyentes al estilo evangelista e interpretáramos la Biblia al pie de la letra (especialmente el Apocalipsis, del que hablaba en mi último escrito) ya estaríamos al cabo de la calle, por así decir, pues recientemente hemos presenciado uno de los signos anunciadores del final de los tiempos. Me refiero al eclipse total de Luna del pasado día siete, que cubrió a nuestro satélite con una ominosa pátina rojiza y que coincidió con la efeméride de la Virgen de la Vega. (Una coincidencia que refuerza la simbología del fenómeno, pues se suele relacionar a la Virgen con la Luna y por ello aparece muchas veces sentada o de pie sobre ella).
Las alteraciones del normal curso de los astros y algunas de sus raras conjunciones se han visto siempre como presagio anunciador de sucesos terribles a lo largo de milenios. La visión apocalíptica sigue hoy, al menos en el mundo occidental, y ya estaba presente en el profeta Joel, tres siglos antes de Juan evangelista: «el sol se convertirá en tinieblas / y la luna en sangre / ante la llegada del Dios Yavéh grande y terrible” (Joel 3:4).
Estas visiones escatológicas se repiten a lo largo de la historia especialmente en momentos convulsos como el actual, en los que confluyen maléficamente trastornos naturales de factura humana (alteraciones del clima, inundaciones, extinción de especies, devastación ecológica) y desastres más directamente humanos (guerras, hambres, incendios, crímenes masivos). Y es una cruel paradoja que ello ocurra ahora, cuando descreemos los mensajes bíblicos y, sin embargo, el colapso de la civilización es una posibilidad factible, ya sea por obra de un nuevo virus mutante, de un desarreglo medioambiental grave (los expertos llevan años hablando de “emergencia climática”) o de una guerra atómica. Mientras, el virus de la estupidez moral, intelectual y política ya está haciendo estragos, agravando los anteriores.
¿Hay aún lugar a la esperanza? No sé. El momento actual nos empuja al derrotismo y a la huida individual, a la claudicación. La alternativa es organizar la resistencia y hacer frente a ese mar de adversidades, sin perder la esperanza. Pero hay que ser realistas: si la esperanza es la fe en que se hagan realidad nuestros deseos, ahora deberíamos conformarnos con que no se cumplan nuestros peores temores. Y para eso hemos de tener una conciencia universal más o menos común, basada en el interés más elemental que une, o debería unir, a todos los miembros de la familia humana: la necesidad de supervivencia en unas condiciones mínimamente dignas para todos.
Mientras tanto, la Luna roja seguirá luciendo en el fondo de nuestras mentes como un mal augurio.























