Vivimos tiempos en los que disentir parece casi un acto de rebeldía. En medio del ruido constante de las redes, de los titulares rotundos y las verdades instantáneas multiplicadas en los medios, especialmente en las televisiones, se impone una tendencia inquietante: la de pensar que quien no coincide con nosotros está equivocado, o peor aún, que es enemigo. Pero la historia –y la filosofía– nos enseñan que el progreso humano ha dependido, precisamente, de los que se atrevieron a disentir.
Disentir no es negar por sistema y por supuesto no es insultar. Disentir es un gesto racional, una forma de respeto hacia la verdad y hacia el otro. Supone detenerse, pensar, analizar lo que parece obvio y preguntarse si lo es tanto. Sócrates ya lo hacía cuando incomodaba a los atenienses con su método de preguntas; Kant lo elevó a principio moral al invitar a atreverse a pensar por uno mismo de forma crítica y libre, utilizando la razón como criterio de la verdad. En ambos casos, disentir era un ejercicio autónomo de libertad.
Sin embargo, hoy el disenso se confunde con agresión. El problema no es solo que el disenso se penalice –con censura social, ostracismo digital o linchamiento mediático–, sino que se ha convertido en una anomalía cultural, una “rara avis”. Los medios de comunicación en general –las tertulias televisivas especialmente– y las redes sociales premian la adhesión ciega, castigan la duda y fustigan al disidente. Las redes sociales, supuestamente diseñadas para ampliar la conversación pública, han terminado por estrecharla. Los algoritmos refuerzan afinidades, filtran lo que contradice nuestras convicciones y construyen cámaras de eco único donde el pensamiento disidente se convierte en ruido. Lo que antes era debate, ahora es ruido; lo que era discrepancia, ahora es agresión.
La política convierte el desacuerdo en trinchera y muchos ciudadanos, por cansancio o por miedo, optan por el silencio. El pensamiento crítico se diluye entre etiquetas y consignas, y así, poco a poco, el espacio público se empobrece: sin disenso, no hay debate; sin debate, no hay democracia.
Disentir es, en esencia, un acto de libertad. No hay democracia sin disenso, como no hay pensamiento sin la posibilidad de error. Lo advertía Hannah Arendt: “el pensamiento sin un espacio público donde aparecer se marchita”, y lo confirma Byung-Chul Han en La sociedad de la transparencia (2012) y La Expulsión de lo distinto (2022) cuando señala que vivimos en una era de “positividad”, donde la disidencia resulta incómoda, incluso indecente, frente al mandato neoliberal de la armonía y la productividad emocional emanadas ambas del poder.
Disentir es un verbo incómodo. Exige valor, implica riesgo y, sin embargo, es la piedra angular de toda democracia. Vivimos en una sociedad donde la armonía aparente y el entusiasmo obligatorio desplazan la libre confrontación de ideas e, incluso el propio conflicto, ahogan la crítica y homogenizan la sociedad. En nombre del consenso se desalienta la diferencia; en nombre del respeto, se domestica la discrepancia; en nombre de la corrección del lenguaje y del pensamiento se ejerce el control social (George Orwel).
Las sociedades que piensan igual dejan de pensar y si los ciudadanos dejan de pensar quien pierde es la propia sociedad y la democracia como sistema de organización social.
(Continuará).
Por. Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario jubilado
Paisajes desde la bici: una bici siempre tiene utilidad en la carretera o en la misma cuneta, como en Nuevo Amatos y en Machacón, pueblos cerca de Salamanca. pic.twitter.com/uUuQYaURE8
— Miguel Barrueco Ferrero (@BarruecoMiguel) October 17, 2025
























5 comentarios en «El riesgo de disentir en tiempos de pensamiento uniforme (primera parte)»
Muy bueno
Bueno disentir me parece un verbo muy bueno pero no que sea en todos los casos en todo todo lo que propongas que te digan siempre no y lo contrario siempre de lo que estás proponiendo puede que aciertes alguna vez y que no sea siempre no y lo contrario
Muy bueno.
A veces, hay que dar la razón.
Leer a Miguel es un plus de serenidad en estos tiempos donde lo que se estila es el alboroto y el ruido.
Gracias
La palabra y el significado de democracia ha quedado obsoleto. Al poder, a las élites, les interesan las personas dóciles y con el pensamiento único que imparten en todos los medios de comunicación de los que son propietarios, también del sistema educativo. El ciudadano ha dejado de ser objeto de interés y va a ser controlado por la tecnologia. Al mismo tiempo, con la edad y en medio del actual clima social, algunos entendemos que no merece la pena debatir y preferimos juntarnos con los afines y no votar; que más les da a los que recuentan los votos !!. Se es consciente que todo está adulterado.
Coincido en que ver el mundo desde la bici es un privilegio y por ahora posibilita una dosis de optimismo en el futuro. Y por cierto, alguien sabe que ha sido de la verdadera espiritualidad ?