Opinión

Disentir: un acto de libertad (segunda parte)

Las redes sociales –ese supuesto ágora del siglo XXI– han terminado por estrechar el debate público en lugar de ampliarlo. Los algoritmos premian la coincidencia, castigan la duda y nos encierran en burbujas de pensamiento uniforme donde todo suena familiar. Señalaba la semana pasada en esta misma columna que lo que antes era debate entre ideas ahora es ruido; lo que era discrepancia hoy se percibe como agresión.

La filósofa y politóloga belga Chantal Mouffe, profesora emérita de la Universidad de Westminster, nos recuerda que la democracia no se basa en eliminar los conflictos, sino en hacerlos visibles y civilizados: Una democracia sin conflicto es una contradicción en sus propios términosy por ello reivindicael agonismo democrático: un espacio donde los adversarios dialogan sin destruirse. Su advertencia resuena con fuerza en estos tiempos de unanimidades forzadas. El desacuerdo no destruye la convivencia, la fortalece, porque nos obliga a reconocer la pluralidad como valor y no como amenaza, pero se erosiona cuando confundimos el consenso con la virtud. En el acuerdo constante e impuesto no germina ni crece nada nuevo.

El filósofo español Fernando Broncano advierte que nuestras sociedades viven rodeadas de puntos ciegos: zonas donde la ignorancia pública y el conocimiento privado marcan los límites de lo que puede pensarse, escribirse o decirse. Disentir, en ese contexto, no consiste solo en oponerse, sino iluminar esas áreas vedadas del pensamiento, ampliar el marco de lo visible, sacar a la conversación pública lo que permanece silenciado. Broncano explica que los artefactos –las tecnologías, los medios y los lenguajes–, no son neutros y, de hecho, configuran nuestras posibilidades de discurso y acción. Si el espacio público del pensamiento está mediado por artefactos que premian la coincidencia y penalizan la crítica, disentir se convierte en un acto de resistencia cultural. Hacerlo en un ecosistema mediado por algoritmos y plataformas que moldean la visibilidad de las ideas es, hoy, un deber moral y un acto de resistencia cívica que todos deberíamos practicar.

Judith Butler, una filósofa que se ha centrado en el estudio del género, la filosofía y la ética,recuerda que la vulnerabilidad física, social, económica y ambiental, es una condición del pensamiento libre. Quien se atreve a disentir en cualquier campo del pensamiento se expone al descrédito, al linchamiento digital o a la cancelación, represalias que ella misma ha sufrido por sus ideas sobre la identidad de género, pero en atreverse a esa exposición y enfrentar sus consecuencias reside la dignidad de pensamiento de la ciudadanía. Una sociedad que deja de tolerar el disenso se vuelve autoritaria incluso antes de que lo sean sus leyes.

El riesgo de disentir no proviene solo del poder político o de cualquier otro tipo de poder, sino de una especie de conformismo moral difuso que se disfraza de corrección. Se impone la presión por coincidir, por decir lo adecuado, lo “políticamente correcto”, por no salirse del guion establecido por el poder, por cualquier tipo de poder. Disentir de lo supuestamente incuestionable –ya sean el dogma económico, las “leyes del mercado”, la ortodoxia identitaria nacionalista, el género o la propia religión– se paga con el aislamiento y el ostracismo cuando no con la agresión.  Pero sin correr ese riesgo, o esa incomodidad, no hay progreso; por eso se necesita más que nunca la presencia de la filosofía y de los filósofos en la calle, en el debate público real o virtual.

Como recuerda Jacques Rancière, un filósofo francés, la democracia no es el régimen del consenso, sino el del desacuerdo. Su fuerza no está en unir a todos bajo una sola idea, sino en mantener vivo el conflicto civilizado entre visiones diferentes y proyectos distintos de lo de lo común. Disentir no destruye la sociedad, por el contrario, la mantiene viva; disentir es un acto de resistencia democrática. Significa creer que el otro puede tener razón, o al menos, que su argumento merece ser escuchado. Supone renunciar al confort del pensamiento único y asumir el riesgo del diálogo. Porque solo quien se atreve a disentir puede contribuir de verdad a construir una sociedad más lúcida, más libre y más justa.

Tal vez el gran reto de nuestro tiempo consista en reaprender a disentir, en recuperar el valor político del desacuerdo. Volver a debatir sin miedo, sin convertir al otro en enemigo moral o político. Es necesario entender y asumir que una sociedad de pensamiento único es una sociedad sin ideas, que más pronto que tarde deja de pensar, y que la libertad, esa palabra tantas veces invocada y tan poco practicada por quienes la tienen permanentemente en la boca, consiste en poder expresar cualquier idea en cualquier ámbito, incluso en el interior de los partidos, cuyos dirigentes, por lo general, están poco dispuestos a permitir el disenso, pero la discrepancia y la discusión no deben afectar solo a la política sino que debe extenderse mucho más allá y alcanzar a todos los sectores de la sociedad que tengan algo que aportar. 

Quizá sea el momento de reivindicar el valor de decir “no estoy de acuerdo”, no como gesto de hostilidad, sino como muestra de respeto intelectual. En un tiempo que exige voces críticas y mentes abiertas, disentir no debería ser un problema: debería ser una virtud.

Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario jubilado

2 comentarios en «Disentir: un acto de libertad (segunda parte)»

  1. Estoy completamente de acuerdo que se puede discutir y hablar con la mayoría de las personas pero hay otras que son tan acérrimas en fútbol política y religión que es imposible dialogar ni discutir con ellos solamente ven su punto de vista

    Responder
    • Disentir razonadamente amplía el debate y ajusta las conclusiones para llegar a un acuerdo, aunque sea a costa de reconocer que en esta ocasión no se tenía razón.

      Responder

Deja un comentario

No dejes ni tu nombre ni el correo. Deja tu comentario como 'Anónimo' o un alias.

Te recomendamos

Buscar
Servicios