A quienes leemos con frecuencia o tenemos la suerte de dedicarnos profesionalmente a la lectura, nos preguntan a menudo amigos o conocidos, ya sea para ellos mismos o para personas de su entorno, qué libro recomendaríamos. Mi primera pregunta siempre es si suelen leer y, por supuesto, qué tipo de lecturas les atraen o, en su defecto, cuál ha sido el último libro que han leído, ya que esa respuesta suele aportar mucha información. No todos estamos preparados ni disponemos del mismo ánimo para enfrentarnos a cualquier tipo de lectura, del mismo modo que no todos estamos hechos para un trabajo concreto, una bebida o un plato determinado, o cualquier otra faceta de nuestra vida cotidiana. Ni siquiera todos tenemos por qué leer, aunque, a mi parecer, sea uno de los hábitos más enriquecedores que puede tener una persona civilizada.
A menudo pasamos por alto una de las sentencias más célebres y cargadas de sentido de nuestra tradición filosófica: cada persona es ella misma y sus circunstancias; es decir, el contexto vital que ha modelado su existencia y al que nunca deberíamos dejar de prestar atención cuando tenemos frente a nosotros a alguien por primera vez. Si adoptáramos realmente esta perspectiva en nuestro trato con los demás, seríamos capaces de comprender, ya desde el principio, muchas de las diferencias que, en apariencia, nos separan y que no raras veces son el origen de futuros desencuentros.
La lectura, al igual que tantas otras pasiones que nos acompañan a lo largo de la vida, es un aprendizaje pausado, modelado tanto por la educación como por una inclinación íntima y personal. Al igual que ocurre con todo lo verdaderamente relevante para cada uno de nosotros, su presencia es el resultado de una serie de casualidades, de circunstancias únicas, e incluso del momento preciso y la manera en que irrumpe en nuestra existencia. He llegado a comprenderlo, sobre todo en lo que respecta a la escritura (aunque podría decirse lo mismo de otros ámbitos), gracias a mi experiencia en las aulas de la Universidad de la Experiencia. Allí, ante la invitación a escribir, personas adultas, que jamás se habían atrevido hasta entonces, deciden lanzarse a la aventura y, en no pocas ocasiones, demuestran haber llevado ese don latente desde siempre, como si estuviera aguardando el instante propicio para desplegarse.
La vida nos conduce a cada uno por los senderos que trazan desde el primer instante esas circunstancias orteguianas a las que antes hacía referencia. El año, el lugar o la familia en que venimos al mundo nos condicionan de manera inevitable para siempre. Tanto es así, que resulta complicado imaginar la igualdad real entre las personas si no es porque cada uno de nosotros lucha activamente para que esta se convierta en realidad. Afortunadamente, hoy en día, no es imprescindible pasar por la universidad para convertirse en lector —a veces, incluso, da la impresión de que es en ella donde menos se lee—.
De hecho, el siglo XX nos ha enseñado que existen modos de acceder a la cultura ajenos a la lectura. La música, el cine, incluso una correcta utilización de internet está permitiendo a la mayoría de las personas entrar en un mundo que por una infancia determinista parecía estarles vetado. El acceso a la cultura ya no es una cuestión de disponibilidad económica, por suerte (o por evolución social, que es aún mejor).
Regresando al asunto de la lectura y a la heterogeneidad de preferencias, conviene recordar que los galardonados con el premio Nobel de Literatura, el Planeta o el, quizás menos conocido, pero igual de respetable, Premio de Novela Ciudad de Salamanca, suelen compartir lectores, y no necesariamente por otra razón que por el simple deseo de leer lo que más nos atrae en cada instante. No todos los Nobel o Planeta han contado siempre con el merecimiento unánime; una vez más, intervienen las circunstancias. Porque conozco al jurado, me consta que las novelas premiadas en el tercero de los galardones mencionados pueden presumir de una sobresaliente valía técnica y literaria.
Pero he de terminar. Y, como suele suceder al escribir, las ideas van desfilando una tras otra, impulsadas por motivos que a veces comprendemos y otras permanecen en la penumbra, aunque el sentido último y la razón profunda se nos escapen. Sirvan, en este cierre, como hermoso ejemplo, los versos finales de un poema de Luis Alberto de Cuenca, quien fuera director de la Biblioteca Nacional, y que rezan:
Nací con un tebeo delante de los ojos
(lo estaría leyendo, tal vez, la comadrona)
y seguiré leyéndolo hasta el último guiño
de luz, antes de hundirme en la definitiva
noche oscura del alma.






















