Opinión

El patrón de la sentencia del exfiscal general

El tribunal que juzga al fiscal general.

En determinados momentos, las decisiones judiciales no pueden analizarse de forma aislada, sino como parte de una secuencia de actuaciones con efectos políticos concretos. Cuando resoluciones de alto impacto institucional se producen en un contexto de fuerte confrontación política, se adelanta el fallo al razonamiento completo, se recurre de forma extensiva a indicios y se incorporan fundamentos abstractos difíciles de objetivar, resulta legítimo preguntarse si el Derecho está actuando exclusivamente como técnica jurídica o también como instrumento de intervención en el espacio político.

El caso relativo al fiscal general del Estado encaja de manera inquietante en este patrón. El anuncio del fallo antes de la publicación íntegra de la sentencia situó el resultado por delante de la argumentación jurídica, condicionando el debate público desde una lógica de efecto inmediato. Posteriormente, la lectura detenida de la resolución muestra un armazón basado más en inferencias y deducciones contextuales que en hechos plenamente acreditados, con consecuencias que exceden lo estrictamente judicial.

La relevancia de los dos votos particulares no puede subestimarse. Las discrepancias internas no solo se refieren a cuestiones técnicas, sino al propio estándar de valoración de los indicios y al alcance institucional de la decisión. Esta falta de consenso en una resolución de máximo impacto refuerza la sensación de que no estamos ante una aplicación pacífica y asentada del Derecho, sino ante una construcción jurídica profundamente discutida incluso dentro del propio Tribunal.

A ello se añade una fundamentación apoyada en conceptos amplios y vaporosos, contexto, relevancia simbólica del cargo, necesidad de preservar equilibrios institucionales, que desplazan el razonamiento desde el terreno de la prueba hacia el de la oportunidad. Cuando el Derecho se vuelve tan elástico que puede adaptarse a distintos resultados posibles, deja de ofrecer seguridad jurídica y comienza a funcionar como una herramienta de ordenación política.

Es en este punto donde emerge con fuerza el debate sobre el lawfare. No como una acusación cerrada ni como una afirmación categórica, sino como una categoría analítica que merece ser considerada. El lawfare no requiere una coordinación explícita ni una intención declarada, basta con una convergencia de decisiones, tiempos y efectos que terminan influyendo de manera decisiva en el terreno político a través de mecanismos jurídicos formalmente válidos.

El problema de fondo no es si esta sentencia concreta es legal, lo es, sino si contribuye a reforzar la separación de poderes o, por el contrario, la difumina. Cuando el Tribunal Supremo adopta resoluciones que generan efectos políticos inmediatos, apoyadas en razonamientos discutidos y sin un consenso interno sólido, se coloca en una posición que lo aproxima peligrosamente al centro del combate político.

Plantear esta crítica no debilita el Estado de derecho, al contrario, es una exigencia democrática. La justicia pierde autoridad cuando parece intervenir en la política por vías indirectas y la recupera cuando actúa con una claridad técnica tal que hace imposible cualquier sospecha. Mientras eso no ocurra, el debate sobre si estamos ante episodios de lawfare no solo es legítimo, sino inevitable.

Por. Chenche Martín Galeano

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