Opinión

De pacientes a usuarios

Los cambios en el lenguaje nunca son inocentes; suelen anunciar transformaciones profundas en aquello que nombran. En sanidad, estas mutaciones terminológicas han funcionado como la puerta de entrada de una visión mercantilista que ha alterado de forma sustancial la relación entre médicos y pacientes.

En las últimas tres décadas hemos asistido a un giro que afecta a la propia esencia del ejercicio médico. Los pacientes han pasado a ser descritos como clientes o usuarios, una terminología que desde su origen llevaba implícita la despersonalización y mercantilización de la relación entre médicos y pacientes. No se trató de una simple modernización del vocabulario, sino de la introducción de un marco conceptual que reconfiguró la relación asistencial: la salud comenzó a interpretarse como un producto y la relación asistencial, como una transacción.

Esta nueva terminología desembarcó en centros de salud y hospitales de la mano de una transformación radical de la relación asistencial, que vino acompañada de cambios no menos radicales que introdujeron nuevas formas de gestión, que se postularon como un intento de racionalizar tanto la atención a los pacientes como el funcionamiento del propio sistema sanitario.

Los cambios en el ejercicio de la medicina como tal, y las estructuras de gestión creadas, no vinieron a mejorar el acto médico en sí, ni tampoco a solventar las necesidades de los pacientes, sino a introducir en el sistema sanitario una supuesta racionalización de los procedimientos médicos y a disminuir los costes para garantizar la “sostenibilidad del sistema”. El discurso de la sostenibilidad -repetido hasta la saciedad- sirvió como coartada para aplicar medidas que nunca demostraron ser eficientes, pero sí muy útiles para trasladar servicios públicos hacia manos privadas. Este proceso no solo no contuvo el gasto: lo incrementó y generó dependencias económicas que hoy lastran al sistema. Y lo más grave: no mejoró ni la calidad asistencial ni la experiencia del paciente.

Estos cambios supusieron un vuelco radical de la forma de ejercer la medicina hasta entonces y la propia relación médico paciente quedó desdibujada, donde médicos y pacientes perdieron sus formas de relación y de tomas de decisión habituales, siendo sustituidos por un nuevo grupo de profesionales considerados “gestores” que son quienes toman las decisiones importantes.

Ahora el sistema sanitario está roto, muchas costuras han saltado o están a punto de saltar por los aires. Las consecuencias son visibles para quien quiera verlas. El sistema sanitario muestra signos de desgaste profundo: estructuras tensionadas, profesionales desbordados y en gran medida “quemados” y una calidad asistencial que, lejos de mejorar, ha retrocedido. Las listas de espera son quizá el síntoma más evidente, pero no el único. La atención primaria pierde capacidad resolutiva y la longitudinalidad se ha erosionado hasta casi desaparecer. La pérdida de la longitudinalidad -la posibilidad de ser atendido de manera continuada por el mismo médico- afecta tanto a la atención primaria como a la especializada, erosionando uno de los pilares básicos de una atención sanitaria segura y humana. Muchos pacientes ya ni siquiera saben quién es su médico de referencia porque cada vez los atiende un médico diferente (la lógica del mercado no valora la continuidad, sino la resolución inmediata).

Cuando la medicina se evalúa con los mismos criterios que un negocio, se sacrifica lo esencial: la relación clínica, la escucha, el tiempo y la confianza. El mercado puede ser eficiente en muchos ámbitos, pero aplicado a la salud genera desigualdades, fragmentación y una pérdida progresiva de la calidad asistencial. Y es justamente esa deriva la que ha dejado al sistema sanitario al borde del colapso.

Por. Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario jubilado

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