Un día más, con los dedos de mis manos, golpeo incesantemente letras, números y otros caracteres pintados en blanco sobre el teclado negro de mi ordenador.
Me inscribí en un curso de mecanografía hace más de cuarenta años y aguanté lo que tardé en memorizar el teclado. No recuerdo con qué intención quise aprender; supongo que serviría de complemento al currículo estándar que todos hacíamos: algo de mecanografía, de inglés o de francés, e incluso algunos aprendían taquigrafía que, aunque ya entraba en desuso, todavía se valoraba positivamente, sobre todo para ejercer secretariado, por aquello de las notas dictadas.
No recuerdo haber usado una Olivetti fuera de esa academia, ni haber hablado inglés o francés. Lo cierto es que jamás supe qué quería hacer al acabar los estudios de COU. Pero sí cuajó en mí la asignatura de dibujo lineal cuando cursé BUP. De hecho, al no considerar en casa la posibilidad de matricularme en Bellas Artes, decidí estudiar Delineación Industrial en el Instituto de Formación Profesional Rodríguez Fabrés de Salamanca y sacar el título antes de ir a la mili, de hecho mi destino en la mili fue delineante, un lujo, la verdad.
Estudiando BUP aprendí dibujo lineal en el desaparecido colegio Nebrija de Salamanca y de la mano de un gran profesor descubrí mi lado creativo. Disfruté con una lámina, una escuadra y un cartabón como un tonto con un lapicero, y me enganché de tal manera que, por fin, llegué a sentirme ilusionado con una asignatura. Me di cuenta de que tanto tiempo de espera mereció la pena; no sabía por qué, pero me sentía recompensado cuando dibujaba.
Fue mi amigo Fernando Márquez quien al terminar COU me animó a estudiar Delineación Industrial. Esta fue una de las puertas que Nando me abrió a lo largo de su vida. Siendo sincero, me costó aceptar la idea de estudiar Formación Profesional, lo interpreté como un paso atrás. Pero, como nunca tuve grandes expectativas, no tardé en comprender que llegué con un año de retraso, ya que no debí estudiar COU si en mi horizonte no estaba la universidad.
Posiblemente pertenezco a una de las últimas generaciones de delineantes que usó mesa de dibujo, Rotring y hojilla de afeitar para raspar las manchas de tinta en el papel vegetal. Mis estudios en el Fabrés pasaron sin pena ni gloria; cumplí los plazos estimados y, dado que tenía bastantes asignaturas convalidadas, pude centrarme en dibujar. Compré en la desaparecida librería Cervantes una mesa de dibujo plegable para poder tenerla en mi habitación y disfrutar en mis ratos libres. Aprendida la técnica del dibujo, la llevé a lo que me gustaba: el diseño de cartelería, logos, etc.
El último trimestre de FP llegó la revolución. Nos mostró el profesor un ordenador de esos que hoy están en los museos, con un programa de diseño llamado AutoCAD, en su primera versión. Nos explicó que por ahí pasaba el futuro del diseño y que los estudios de arquitectura en Madrid ya estaban instalándolo para agilizar el trabajo; que lo más que podían hacer era darnos unas nociones muy básicas sobre este programa y que debíamos aprender en alguna academia si queríamos encontrar trabajo en un futuro, ya que las próximas generaciones estudiarían delineación con un ordenador.
De repente, la vida cambió de un plumazo. Todavía no existía internet, pero en nuestra vida cotidiana, poco a poco, fue haciéndose habitual la presencia de estas computadoras: primero en las oficinas y luego en los hogares. En mi casa, el primero lo compró mi hermano, catorce años menor que yo; lo necesitó para estudiar en su carrera y por ahí acabamos pasando todos. Y, a base de usarlo, acabé practicando mecanografía sin querer. Hoy, después de más de cuarenta años desde que me matriculé en aquella academia de mecanografía -y que abandoné porque me aburría-, me paso los días dándole al teclado del ordenador, sin contar las palabras por minuto y sin rechistar.





















