Opinión

Cuento de Navidad: el muro de Belén

Imagen generada por IA.

Los turistas que caminan por Belén este diciembre lo hacen ajenos al presente, guiados por señales del pasado: levantan sus móviles hacia el cielo para atrapar una estrella que pasó hace ya dos mil años y buscan el pesebre donde les han enseñado que nació un niño llamado Jesús, pero ajenos a los pesebres de Belén donde nacen y mueren niños ateridos de frio, entre los escombros de lo que un día fueron sus casas.

Yusuf, un niño palestino de pelo negro y ensortijado, tiene ocho años; sus ojos negros contemplan desde la ventana de su casa en ruinas el muro que divide la ciudad: un muro que no aparece en las postales ni en los folletos, y que tampoco aparecerá entre los selfies que se harán esa noche los peregrinos. Está ahí desde 2002, mucho antes de que él naciera, un muro alto y gris coronado por alambradas.

Cada mañana pasan turistas bajo la ventana de Yusuf, caminando junto al muro, camino de la basílica, de la gruta donde dicen que nació de Jesús. Hablan entre sí en susurros, con miedo a levantar la voz. Pasan al lado del muro, pero nadie habla de él. Nadie lo fotografía. No figurará nunca entre los recuerdos que compartirán con su familia o sus amigos.

Yusuf baja a la calle con una vieja pelota roja. Juega solo, apenas quedan niños con los que jugar. La lanza al aire y la recoge una y otra vez. Un mal golpe la empuja por encima del muro y la pelota cruza al otro lado.

-¿Es tuya?

La voz desconocida llega, sin rostro, desde el otro lado.

-Sí- contesta Yusuf asustado.

-Me llamo Daniel.

El muro que los separa se alza entre ellos como una frase interrumpida.

-Yo soy Yusuf.

Daniel intenta devolver la pelota, pero el muro, infranqueable, la detiene, como detiene todo. Está hecho para eso: para separar personas, para que nadie -y mucho menos los niños- hagan preguntas que quienes construyeron el muro no quieren contestar.

-¿Vives aquí?- pregunta Yusuf.

-Sí. Desde hace unos meses. Vivo en un asentamiento en la colina; solo vengo a mirar cuando no me ven, pero no me dejan acercarme. ¿Y tú?

-Yo vivo aquí desde siempre. Nací aquí. Mis padres nacieron aquí, mis abuelos también nacieron aquí.

Ambos se quedan en silencio, cada uno a un lado del muro. Del lado de Yusuf resuena el silencio, del lado de Daniel pasos de botas militares que van y vienen.

-Dicen que aquí nació Jesús- dice Daniel.

Yusuf mira a lo lejos las luces del lugar que todos los extranjeros buscan.

-Sí. Eso dicen. Antes del muro aquí nacían muchos niños, ahora con la guerra ya casi no hay ninguno.  Por eso juego solo con mi pelota. Muchos niños han muerto y otros han huido con sus padres.

Durante varios atardeceres, aprovechando la oscuridad, Yusuf y Daniel se encuentran junto a una grieta del muro. Hablan de cosas pequeñas: del frío que muerde los dedos, de la escuela destruida, de la gente que canta sin saber por qué. No hablan del muro. El muro existe, pero nadie lo nombra. Ellos tampoco.

La noche de Navidad Belén brilla. Los peregrinos entran en la basílica con los ojos húmedos. Algunos lloran por un niño que no conocieron. Otros rezan para que acabe una guerra que no ven y de la que no hablan, para que llegue una paz que tampoco esperan ver.

La tarde de Navidad Yusuf llega tarde al muro.

-¿Estás ahí?-susurra.

-Sí, aquí estoy.

Apoya la mano contra el cemento. Del otro lado, Daniel hace lo mismo. Sus manos se estremecen con el frio del muro pero las sostienen, como si pudieran tocarse.

-Dicen que Jesús fue un niño y que era Dios- dice Yusuf.

-Sí, eso dicen responde Daniel.

-¿Crees que podía jugar con otros niños cómo él?

Daniel tarda en responder, como si buscara una grieta entre el aire de sus propias creencias.

-Creo que nadie le decía que no podía acercarse a otros niños, que no había un muro que los separara.

Yusuf saca del bolsillo una pequeña figura de madera: un pastor con la cabeza inclinada, tallado con una navaja. La pasa por una grieta del muro.

-Es para ti -dice-. Para que recuerdes que existí aquí. Para que no me olvides.

Del otro lado, Daniel se esfuerza por enviarle por encima del muro una pelota roja, nueva, antes de alejarse bruscamente, empujado por dos soldados con rifles y voces amenazantes. Yusuf oye sus gritos y se asusta, se aparta del muro; vuelve cabizbajo y triste a su casa en ruinas.

Esa noche, el mundo celebró el nacimiento de un niño en Belén hace dos mil años, pero dos niños no pudieron verse ni jugar juntos. Solo pudieron intercambiar unas palabras filtradas por una grieta en el muro de Belén.

El muro sigue en pie, sin estrella encima,

sin villancicos,

sin salir en las fotos;

a muchos niños les han robado la vida,

a otros, más afortunados,

les han robado la infancia.

Aquel niño que nació hace más de dos mil años, cuando creció, le dijo un día a quienes lo acompañaban “dejar que los niños se acerquen a mí”.

Por. Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario jubilado.

@BarruecoMiguel

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