[dropcap]S[/dropcap]iempre te atacas a ti mismo primero. Si los pensamientos de ataque entrañan forzosamente la creencia de que eres vulnerable, su efecto no es otro que debilitarte ante tus propios ojos. De este modo, han atacado tu percepción de ti mismo. Y puesto que crees en ellos, ya no puedes creer en ti mismo. Una falsa imagen de ti mismo ha venido a ocupar el lugar de lo que eres» (Un Curso de Milagros)
Con qué torpeza usamos la palabra. Cómo la enredamos a nuestro arbitrio, cómo tejemos con ella enmarañadas estampas que nos enmarañan. Cómo teorizamos, cómo elaboramos y desarrollamos ‘excelentes’ teorías que son aplaudidas por nuestra corte de ‘aplaudidores natos’. Cómo mentimos, con qué desaforada maestría, con qué perfección e ingenio. Cómo atacamos creyendo que ayudamos, cómo nos atacamos y de qué modo más soberbio nos mentimos.
La palabra que dice lo que no queremos decir y la que dice más de nosotros de lo que sabemos sobre nosotros mismos. La palabra con la que galantemente clavamos puñales en la yugular del otro y la otra palabra con la que, a posteriori, nos lavamos las manos sin podernos lavar la memoria. La palabra que utilizamos para exigir (recalcando, por supuesto, que no exigimos) un cambio en alguien, una actitud, un comportamiento. La palabra que hiere porque nos sentimos heridos. La palabra que brota como maleza donde hubiéramos querido plantar una rosa. La palabra pobre, paupérrima, donde desearíamos haber hecho el regalo de una mina de oro. La palabra que una y otra vez ataca y mata porque no reconocemos una y otra vez el constante ataque que, cegados, realizamos segundo a segundo contra nosotros mismos.
La palabra que sustituye a la compasión, empeñada en salir de los corazones y, de nuevo, acorazada por otro reguero de palabras mentirosas. La palabra que sustituye al ‘ponerse en la piel del otro con AMOR’, una actitud silenciosa y suave que se esfuma cuando llegan al galope los ríos de grandilocuencia verbal. La palabra ‘roba momentos’ que podrían haber sido preciosos.
La palabra errada que siempre sigue a un error de pensamiento-percepción-pensamiento. La palabra derivada de no reconocer que no se sabe nada y quererlo saber todo. La palabra que, efectivamente, sabe más de nosotros que nosotros mismos.
Y, siempre, la palabra complicada, enredada y torpe. Porque lo fácil, lo sencillo, habría nacido mucho más honesto, más fresco, más inocente con la inocencia del niño. Y hubiera sonado a algo así: «Tengo ganas de volver a verte y no sé cómo decírtelo»