«Has elegido tener miedo del amor por razón de su perfecta mansedumbre» (Un Curso de Milagros)
[dropcap]N[/dropcap]unca se me han dado bien las plantas. Me quedo extasiada mirándolas las muchas veces que siento necesidad de su compañía; es entonces cuando las elijo en las tiendas, siempre alguna con flores. Y suelo hacer la misma pregunta cada vez: «¿Es resistente?» «Sí, mucho», me responde el dependiente florista, pero o bien me miente o bien no me resisten nunca. Y así una y otra vez. Inquilinas muy transitorias de mi casa… Hasta que llegó una.
La vi en una tienda recién abierta junto a la plaza de Olavide, en Madrid. Me llamó la atención de inmediato. Tenía algo no sé, diferente. No daba flores. Me enamoró su armonía, el modo en que caían las hojas, como una especie de partitura verde veteada con envés rosáceo. Una cadencia que me hizo olvidar mi habitual pregunta sobre la resistencia (resistencia, claro está, a mí).
Me la llevé a casa y le fabriqué un sitio a mi lado, mirando a la ventana, con la mejor luz, cayendo junto a mí como la hiedra. La vi ir creciendo casi cada día. Nos acompañamos en un silencio cómplice. Nos entendimos desde el primer momento. La regaba (a mi modo) y ella iba. Iba. Iba.
Después, llegaron mis ausencias cada vez mayores y el calor de este verano. La dejé sola semanas enteras, tal vez probando su resistencia (sí, otra vez). Yo haciendo mi vida y ella ahí, esperándome, en mi casa vacía. Pasaban los días y le iba diciendo mentalmente «tranquila, que ya estoy ahí enseguida». Llegaba y, aunque con algunas hojas secas, seguía esplendorosa y fuerte. Se bebía el agua que le daba a mi vuelta y, también, mi compañía. Nunca me recriminó nada. Siempre me agradeció todo. Y yo, aunque preocupada, tuve la certeza en todo momento que en mi regreso la encontraría verde aún y viva.
Hace unos días decidí traerla conmigo a Salamanca. Tal vez entendí (sin confesármelo) que había superado todas las pruebas de resistencia posibles y que lo merecía. Hoy mismo llegó mi tía (que comparte mucho conmigo, entre otras cosas el nombre, pero con diferencias notables como su buena mano para las plantas) y se la presenté. «Tía: ésta es mi planta». «¡Qué bonita es, qué bonita está! La conozco muy bien» Entonces se me ocurrió preguntarle lo que no pregunté en la tienda de Olavide: «¿Sabes cómo se llama?» «¡Ay! Sí, sí… No me sale ahora» No le di más importancia, y seguí a lo mío.
Pasados unos minutos escuché su voz. «Ya me acordé». Y dijo mi tía, bajando un mensaje de no sé donde: «La llaman Amor de Hombre».