Cuando la caída del sol atenúa levemente el rigor estival, la calma se abre paso en la estepa salmantina de la Tierra de Peñaranda. El soplido del viento, dominante en dirección sudeste, y la concatenación melódica de trinos, graznidos, gorjeos y otros cantos alados ambienta al atardecer el entorno natural del Azud de Riolobos, un humedal artificial construido allá por el ocaso del anterior milenio para el abastecimiento de la zona regable de la Armuña. Sus 387 hectáreas, tras verse inundadas unas 250 entre sendos diques de hormigón, fueron pronto colonizadas, cual oasis en medio del desierto, por miles de aves que encontraron un apacible remanso donde pasar la invernada, y también donde descansar las alas durante los pasos migratorios en otoño y primavera.
aves
Los pájaros dejan de cantar
Decía Félix Rodríguez de la Fuente que “el hombre es un poema tejido con la niebla del amanecer, con el color de las flores, con el canto de los pájaros, con el aullido del lobo o el rugido del león”. Ese hombre ha puesto más trabas aún a su entorno desde que el naturalista burgalés falleciera en un fatal accidente en marzo de 1980. Cuatro décadas en el que ese sonido de las aves al que él se refería se desvanece, porque los pájaros ahora cantan menos, una de las patas de ese recurso literario que creó el de Poza de la Sal en torno a los animales, y que más que vislumbrar futuro, parece que se difuminan, precisamente, entre la niebla.
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