Voces, carreras, algún que otro balonazo. La jovial algarabía que acompaña indefectiblemente a cualquier reunión infantil, masiva o íntima. Algunos niños pueblan el campo de fútbol, algo irregular, pero de césped natural. El partido es un ‘correcalles’, como mandan los cánones del patio. Otros pelotean en la cancha exterior de fútbol sala y, más allá, otros pocos lanzan a canasta, aprovechando un pequeño tramo asfaltado que queda en sombra. Mientras, al filo del mediodía, el cielo del Campo Charro irradia un brillo primaveral que invita a comerse el hornazo en pleno Lunes de Aguas. Eso sí, nada del ensordecedor ruido de las bombas rusas, ni de la lluvia de metralla que aún pronostica ‘la meteorología’ tras las fronteras ucranianas.