[dropcap]L[/dropcap]a vida es breve, amigos, y si no se vive con calidad, ¡mal negocio!
En cuanto al más allá, la teología es una ciencia cerrada y xenófoba, mientras que la poesía es una ciencia abierta y generosa, una gaya ciencia o un alegre saber, que no desprecia el breve paso por este valle, que no tiene por qué ser de lágrimas.
En cuanto al futuro, Dios o sus emanaciones, dispondrán.
Pero ocurre que la calidad de vida es un concepto relativo, no hay consenso, cada cual es hijo de su padre y de su madre, dotado de su azaroso paquete genético (el que le tocó en suerte), aterrizado sobre unas circunstancias concretas, aunque cambiantes, y con todo ello tiene luego que administrar su libertad.
Y está también la cuestión del “gusto”, que es igualmente libre, y que se concreta en una sensibilidad indescifrable, y casi diría intransferible. Una impredecible alquimia entre el tiempo, el espacio, y la persona.
¡Libertad! ¡Qué bella palabra! (Y que prostituida).
Y que bien casa con la palabra «singularidad», tan extraña y perseguida en estos tiempos de granjas monoliberales y antropófagas.
Acabo de leer hace unos días una obra de Michel Onfray, cuya lectura recomiendo y que se titula «Cinismos”. En ella se hace una apología de la singularidad, heroica y radical, de la persona, a través de la reivindicación de la secta cínica.
Después de todo, Diógenes y sus filósofos cínicos, también lo eran: héroes y radicales, aunque con esa radicalidad centrada y sabía de los griegos, muy alejada de la radicalidad escorada del centro político que hoy nos quieren vender (se quieren cargar hasta las pensiones). Llámese, si se quiere, posmodernidad, pero huele a rancio.
Los griegos pensaban que en el medio está la virtud. Los neoliberales (o monoliberales) -esos radicales- piensan que en el centro –político- está el disfraz. Lo cierto es que la genealogía de estos disfraces de la posmodernidad, de estas máscaras de la virtud, puede rastrearse hasta casi el mismo origen de los tiempos. O por lo menos hasta Cicerón.
Vamos al grano. En cuanto a la calidad de la vida, cada maestrillo tiene su librillo, y hay tantas «artes de vivir» como filósofos han vivido.
Antes de morir, necesariamente.
Los clásicos decían «mens sana in corpore sano», de donde viene el anagrama de las zapatillas que hoy uso para correr por esos campos y valles de Dios: ASICS (Anima Sana In Corpore Sano). No llevo comisión, pero considero este un ejemplo curioso de la pervivencia azarosa y no siempre académica de los clásicos.
Schopenhauer recomendaba hacer ejercicio físico con frecuencia (dos o tres veces por semana, por ejemplo), mientras que Sócrates -si no recuerdo mal- recomendaba y practicaba un paseo por la mañana y otro por la tarde, no sólo para orearse y tomar el sol, sino porque quien mueve las piernas mueve la cabeza, y de paso empalmas una especulación con otra, confiando en el interés o la paciencia de los colegas de ocio y caminata.
Aunque a Sócrates también le movía a esas excursiones lúdicas y dialécticas la justificada necesidad de salir de casa y alejarse de Jantipa, su imperiosa y desabrida mujer.
[pull_quote_left]Schopenhauer recomendaba hacer ejercicio físico con frecuencia (dos o tres veces por semana, por ejemplo), mientras que Sócrates -si no recuerdo mal- recomendaba y practicaba un paseo por la mañana y otro por la tarde[/pull_quote_left]En cuanto a la soledad o la sociedad, hay quien recomienda «vive oculto», como Epicuro en su recóndito jardín. Otros prefieren enredarse en la política, como Platón o Cicerón.
Hay quien defiende el matrimonio y su utilidad, y quien reniega de él y sus cargas, aunque estos, a veces, hacen de la necesidad virtud, porque no tienen mucho (ni poco) éxito con las mujeres, como le ocurría a Schopenhauer. Otros, con sinceridad, de forma empírica o por deducción casi científica, llegan a la misma conclusión que el sabio alemán, y encuentran más calidad de vida y sosiego en la soltería que en la vida familiar, o escarmientan con el ejemplo –a veces tremendo- del matrimonio ajeno.
Hay quien en esta elección tiene suerte, y quién no. Y quien sobre esta materia, suspende el juicio y hasta la acción, abandonándose a una cómoda posición de espectador imparcial.
Hay quien esa elección entre la soledad y la vida gregaria la supedita a un concepto y valor superior: el de la independencia o «autarquía», que para cínicos y epicúreos era un valor casi sagrado, y que según Ferrater Mora explica en su Diccionario de Filosofía, tiene que ver con la autosuficiencia o gobierno de si mismo. Es este un ideal cuya raíz puede rastrearse en algunas propuestas de Sócrates, y que fue propugnado y elaborado por cínicos, epicúreos, y estoicos, aunque con enfoques y practicas diferentes. Opino yo que los que hoy abogan por el “decrecimiento”, buscan no solo salvar el planeta del desequilibrio irreversible y la extenuación letal, sino también salvar su autarquía de las imposiciones alienantes, repetitivas, y machaconas del mercado como único dios. Una forma de proteger su libertad y alumbrar su propio ritmo.
Hay quienes encuentran calidad de vida en viajar a destajo y sin sosiego, incrustando esos viajes como desesperadas cuñas en su asfixiante agenda laboral (lo que ha dado en llamarse “vida útil”), y hay quien encuentra esa calidad en tomárselo con calma, no moverse tanto, y meditar aunque sea un poco. El ejercicio del recuerdo y la ensoñación, libre y dispersa, tampoco está mal, y contamina poco.
Hay quien esto de vivir y la condición de nuestro mundo, se lo toma con tranquilidad y con la distancia que proporciona la lucidez y una buena dosis de ironía, como Voltaire, que decía muy serio: «Voy a ser feliz, porque es bueno para la salud», todo un alegato contra los objetivos trascendentes y la seriedad profunda.
Una disyuntiva fundamental en la elección del arte de vivir -y aquí tocamos un punto clave- es el modelo que tomamos como referencia. Y más allá de las personas que nos puedan inspirar con su propio ejemplo, me estoy refiriendo a la cuestión fundamental de sí vivimos acordes y atentos a la Naturaleza de la que formamos parte, y a sus contrastadas lecciones, o impulsados de impulso prometeico, nos creemos capaces de innovar radicalmente, enmendarle la plana a las leyes naturales, y crear una segunda Naturaleza artificial y artificiosa, independiente de la primera.
Lo primero que habría que afirmar, sin embargo, es que esa independencia es imposible, mientras nuestra naturaleza siga siendo la que es, “doble” y escindida, es cierto, pero “natural” al fin y al cabo.
Opinión contraria y rotunda sostiene Alberto Savinio (Andrea de Chirico) en su ensayito “El Estado”, dentro del libro “El destino de Europa”, como podemos comprobar en las siguientes líneas:
“El hombre está en la vida como en un elemento extraño. Como un sumergible en el mar. Cada contacto aviva esta incurable incompatibilidad entre nosotros y la vida. Por ello el hombre procura eliminar todo contacto entre sí y la vida, trata de aislarse; y al igual que el sumergible para andar dentro del mar se reviste de una impermeable envoltura de acero, así el hombre para navegar por la vida se reviste de envolturas materiales y espirituales, que tienen un nombre: civilización. Cuanto más gruesa es la envoltura, tanto más avanzada es la civilización. Una envoltura perfectamente impermeable propiciará una civilización perfecta, capaz de acallar las voces de los asnos que desde abajo seguirán amonestando: ¡Abandonad todo artificio! ¡Sed simples! ¡Sed naturales!”.
Descontada la porción de ironía, tan característica de Savinio, está tan bien escrito que puede llegar a convencernos. Sin duda tiene parte de razón. Sin duda en el medio, ese punto de equilibrio que buscaban los griegos, está la virtud.
Si sois de estos últimos, partidarios acérrimos y sin complejos de la «nueva Atlántida», probablemente consideraréis un signo de estatus y de calidad de vida, esquiar en pistas cuya nieve ha sido arrastrada desde las más altas cumbres hasta esas pistas trucadas y felices, por toda una flotilla de camiones y helicópteros potentes, que contribuyen, un poco más, al cambio climático.
O si leéis en la prensa que en una autopista china de «50 carriles» se ha producido un atasco de coches que ha durado tres horas (ni un sólo hueco en 50 carriles), hecho fehaciente que ha grabado un dron sobrevolando la contaminación anexa, orgullosos del poder de nuestros artificios, pensaréis que nos aguarda un futuro brillante, aunque con niebla tóxica y mascarilla incorporadas.
Sólo puedo recomendaros, si sois de estos, que veáis con atención la película-documental de Wim Wenders «La sal de la tierra», sobre Sebastiao Salgado, el gran fotógrafo.
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