[dropcap]C[/dropcap]abe estimar como plausible o incluso probable que en los instantes previos a todo gran desenlace (si es que hay tiempo para ello), en los minutos pre-agónicos de toda vida consciente, las capacidades perceptivas se intensifiquen hasta alcanzar una suerte de estado de iluminación.
Entonces, según el relato convencional y canónico de los que han pasado por ese trance, toda nuestra tragicómica existencia, toda nuestra humana humanidad, pasa ante nuestros ojos en procesión imparable, como un torrente de recuerdos, sin que a pesar de lo breve de la experiencia se pierda detalle de nada de lo vivido y dejado de vivir: los errores en que nos embarcamos con escasa prudencia, los caminos acertados que no acertamos a tomar, las visiones, paisajes, sabores, aromas, rostros y personas, o incluso las palabras que se nos grabaron a fuego ligadas a la intensidad de un momento, los sueños que confundimos con la realidad, los besos que no dimos (y que aún nos duelen) y las caricias que sí, o esas frases que resuenan una y otra vez en nuestras pesadillas, y que no alcanzan ya a quien estaban destinadas.
Y todo ello pasa ante nuestra mente como buscando a toda prisa una puerta a esa dimensión en que el tiempo ya no existe, y todas las ramas de la realidad se despliegan ante nosotros como las varillas de un abanico, la cola de un pavo real, o el mapa de un laberinto descifrado.
Los que han transitado por esa visión y vuelven (a veces basta una terrible enfermedad) ya no son los mismos. Esperan, actúan, y recorren el tiempo concedido de otra forma: iluminados y quizás redimidos.
¿Cabe suponer la misma posibilidad de iluminación a los países y las naciones?
[pull_quote_left]Los que han transitado por esa visión y vuelven (a veces basta una terrible enfermedad) ya no son los mismos[/pull_quote_left]Al menos sería deseable que aquellas sociedades o países que han vivido una experiencia traumática, que se han visto a las puertas de la muerte civil y política, que han experimentado en poco tiempo grandes bajas, penosas decepciones, y terribles fracasos, como convalecientes de una gran fiebre, volvieran en sí y de su triste estado, dispuestos a abrir caminos nuevos y distintos.
Otra cosa es que esa experiencia psico-mística sea en realidad un camelo, una alucinación comparable al «déjà vu», y el hombre (como las naciones que funda) el único animal capaz de tropezar una y otra vez en la misma piedra.
Lorenzo Sentenac Merchán
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