[dropcap]M[/dropcap]e parece bien que tengamos una fiesta para honrar y recordar a los que ya no están, me parece bien que les llevemos flores, que pensemos en ellos…Pero tenemos muertos que viven y no nos damos cuenta. No hace falta rodar por el suelo para estar muerto. ¿Acaso no están muertos aquellos con los que hemos perdido el contacto o, peor aún, aquellos con los que evitamos el contacto? Quizá, incluso, tengamos más difuntos de este tipo.
Los “muertos vivientes” se dividen en dos grupos: aquellos a los que hemos asesinado a sangre fría, sin culpa ni arrepentimiento y aquellos que se nos han escapado sin querer, con una muerte dulce y silenciosa. Tan silenciosa que no somos conscientes de su marcha hasta pasado un tiempo, cuando ya no se puede hacer nada.
En ocasiones, esa persona no se ha ido, sigue ahí, pero sufre un mal incurable: se ha vuelto invisible. No sirve de nada buscar, gritar, llorar…No va a volver. Esta moneda también tiene un reveso: nuestra propia muerte. Nos han asesinado, nos han dejado morir e incluso nos hemos quitado la vida.
Pero a pesar de toda la sangre derramada, no debemos perder el tiempo lamentándonos. Necesitamos cada instante, cada segundo para seguir viviendo. Todavía estamos a tiempo de soltar el puñal que sujetamos, de mirar a los que casi han desaparecido y de no saltar al vacío. Estamos a tiempo de salvar a los que agonizan.
Porque sí, el 1 de noviembre es el día de los difuntos pero, aunque no lo ponga en el calendario, los otros 364 se dedican a los vivos. Parece que se nos olvida o hacemos como que se nos olvida, porque a veces es más fácil llevar flores a los muertos que enfrentarse a los vivos.