[dropcap]A[/dropcap]segura el dicho que «quien no estrena el Domingo de Ramos no tiene ni pies ni manos», en alusión directa a la gran fiesta que siempre ha sido esta celebración religiosa con la que se inicia verdaderamente la Semana Santa. Era (y sigue siendo) una tradición el engalanamiento y lucimiento de ‘majos’ para darse un garbeo y asistir a la procesión.
La vestimenta importa ese día más que otros días del año… y, precisamente por la vestimenta un Domingo de Ramos de hace unos cuántos años se inició uno de los motines populares más importantes de España; un motín contra un italiano que se le atravesó a los nobles de la corte, a la Iglesia y al pueblo de Madrid por imponer ideas y costumbres en el modo de vivir. Y en el modo de lucir atavíos y andar por las calles. ¿Qué pasó? Viajamos en el tiempo hasta 1766. Te lo cuento ya mismo.
Domingo de Ramos de 1766, Madrid, a eso de las cuatro de la tarde. Dos hombres embozados se pasean por Antón Martín alardeando de capa larga y chambergo. Varios soldado de guardia en la zona se acercaron inmediatamente a ellos para preguntarles por qué vestían así, llevándose por respuesta un «porque nos da a gana».
Comenzó el rifirrafe y uno de los embozados desenvainó la espada que llevaba bajo la capa, al tiempo que, silbando, daba la señal para que apareciese una banda armada. Los militares se vieron obligados a huir. Acababa de estallar el Motín de Esquilache en el centro de la capital. Y acaba de estallar escondido tras una capa, precisamente algo que prohibió el señor Leopoldo di Gregorio, marqués de Esquilache, italiano nacido en Mesina y hombre muy fuerte en la corte de Carlos III, empeñado en sacar adelante toda reforma ilustrada que se le pusiese entre ceja y ceja.
A Esquilache no le gustaba nada que armas de fuego o espadas quedasen ocultas bajo capas o faldones, por lo que se metió de lleno y a fondo hasta en el modo de vestir de los madrileños pendencieros y los no tanto. A los nobles no les hacía ninguna gracia su condición de extranjero con peso ante el rey, y a la Iglesia (a los jesuitas, al parecer, en especial), mucho menos su marcada política anticlerical que le cortaba las alas del hacer y deshacer en lo económico, al tiempo que le imponía el pago de tributos al estado por todo bien que tuviera en desuso. Muchos y poderosos enemigos, y el pueblo de Madrid en cabeza, harto de la opulencia de la corte y la carestía creciente de los alimentos de primera necesidad. Vamos, un clásico.
Total, que Carlos III, de quien dicen fue el «mejor alcalde de Madrid», tuvo que plegar alas y aceptar condiciones, entre ellas la salida de España de Esquilache y cambios en su gobierno. El afamado prohombre del monarca partió del puerto de Cartagena en dirección a Nápoles un 5 de abril de 1766, no sin antes dejar por escrito lo siguiente: «Yo he limpiado Madrid, la ha empedrado, he hecho paseos y otras obras… que merecía que me hiciesen una estatua, y en lugar de eso me han tratado tan indignamente». Qué mal le sentó esa Semana Santa al italiano… y qué mal, muy mal, le sentó al rey.
Eso sí, Carlos III se cobró venganza, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, no tardó en expulsar a los jesuitas de España. Esperó algo, no mucho, hasta 1767, momento en que estuvo en su mesa el informe de Pedro Rodríguez de Campomanes, uno de sus ministros y hombre de confianza, que los acusaba de instigar el motín y sus réplicas en numerosas ciudades españolas.
Desde luego, la curia eclesiástica y la alta cuna tuvieron por aquel entonces una Pasión movidita…