Opinión

La Historia encriptada (y III)

[dropcap]T[/dropcap]erminamos hoy la serie de entregas del artículo a que se refiere el epígrafe, con el punto final de lo que fue la idea del imperio universal de Felipe II, con el capítulo tan importante de la Armada contra Inglaterra.

          8. La empresa de Inglaterra y la felicísima Armada

En otras palabras, Felipe II, que había querido ser la testa coronada del Sacro Imperio Romano Germánico -algo que impidió, con su buen saber Carlos V-, podría haber sido con el de la China el definitivo Coemperador del Orbe. Pero a efectos de convertir ese propósito en realidad, el obstáculo definitivo era Inglaterra.

Felipe II había sido rey, más que consorte, de los ingleses entre 1557 y 1558; como marido de su prima, María Tudor, hija de Enrique VIII y la infanta española Catalina de Aragón. Sin embargo, del tal matrimonio de Mary con Philip, King of England, no hubo descendencia. Y la idea de casar con Isabel I de Inglaterra (la Reina Virgen), a fin de evitar el gran conflicto en ciernes, no tuvo éxito: así las cosas, los navegantes ingleses se dedicaron con singular denuedo a saquear las flotas españolas de Indias, y desde Londres se prestó decisiva ayuda a los rebeldes holandeses en los Países Bajos: Inglaterra, era el verdadero problema para los designios de Felipe.

A fin de acabar con ese gran obstáculo, se preparó la invasión de Inglaterra, para lo que el Rey de España y Portugal designó a Don Álvaro de Bazán como almirante español. Por su enorme prestigio al haber dirigido la flota aliada en Lepanto (1571) contra los turcos, y también por haber librado la batalla de la Isla Terceira en las Azores (1582), contra portugueses y sobre todo franceses. A él dedicó Lope de Vega su célebre octava real:

El fiero turco en Lepanto,
en la Tercera el francés,
y en todo mar el inglés,
tuvieron de verme espanto.
Rey servido y patria honrada
dirán mejor quién he sido
por la cruz de mi apellido
y con la cruz de mi espada.

Sin embargo, en el curso de los preparativos de la Armada, la imprevisible muerte del Marqués de Santa Cruz hizo recaer el encargo final de Felipe para la Empresa de Inglaterra en el Duque de Medina Sidonia (Alonso Pérez de Guzmán y Sotomayor); con quien, a su frente, la expedición acabó siendo una verdadera catástrofe: la Armada -que nunca llamó Felipe II Invencible, sino Grande y Felicísima- quedó desbaratada en las aguas del Canal. En gran parte -como verificó el historiador Geofrey Parker-, por no seguir el Duque de Medina Sidonia los consejos del gran navegante que de él dependía: el vasco Juan Martínez de Recalde, de quien no hizo caso en propuestas que podrían haber comportado la victoria española.

Y con el triste final de la Invencible -aunque luego hubiera momentos históricos de gran recuperación y de notables hechos de armas en el Mar en la defensa del Imperio Oceánico de España, con un Blas de Lezo, por ejemplo, en Cartagena de Indias frente al Almirante Vermon-, la derrota de la Armada supuso el final de un sueño de un Imperio mundial compuesto con la enigmática China. Con un resultado previo impresionante: en poco menos de un siglo (1492-1588), España ocupó todo su hemisferio de Tordesillas: la América y el Pacífico, configurándose el gran Océano como el Spanish Lake; según subrayó el historiador OHK Spate, en su libro de ese mismo nombre, en el que incluyó las hazañas especiales en el Pacífico Sur de Mendaña y Quirós desde el Virreinato de El Perú, así como de Torres, primer europeo que avistó Australia.

         9. El sueño del imposible imperio ecuménico

Habrá que pensar -además de repasar las ideas y pensamientos que ya hay en la historia de Felipe II-, cómo el Rey Prudente (o no tanto), encajó el desastre de la Armada felicísima, más allá de aquello de “yo mandé mis naves a luchar contra los hombres, y no contra los elementos”. Tal vez en un archivo ignoto haya alguna anotación en la que el Rey se lamentara, efectivamente, de no haber llegado a construir el gran Imperio ecuménico en combinación con el Emperador de la China.

Ahora, que estamos en medio de una vorágine política inusitada en España, será bueno recordar lo que pudo ser el sueño ecuménico de Felipe II. Y si lo he traído a colación con este escrito, es sin nostalgia alguna, y sin intención de configurar una ucronia. Pero sí que estuvo en mi intención recordar lo que España fue capaz de hacer en otros tiempos; cuando, como dijo Pío Baroja, éramos en verdad quijotescos.

Addemdum. Después de la infelicísima Armada

Me ha parecido interesante, para no dejar a los lectores en la idea de que la Armada fue un definitivo final del poderío español, hacer una reseña breve, extraída del artículo del historiador Pedro Aguado Bleye sobre la cuestión:

Felipe II recibió son serenidad la noticia de tamaña catástrofe, cuando rezaba en el coro de El Escorial. Si no pronunció entonces las palabras que se le atribuyen -«Yo envié mis naves a luchar con los hombres, no contra los elementos»-, es más probable que pronunciara las que le atribuye Estrada en sus Décadas, II, lib. IX: «Doy gracias a Dios de que me haya dejado recursos para soportar tal pérdida, y no creo que importe mucho que nos hayan cortado las ramas, con tal que quede el árbol de donde han salido y de donde pueden salir otras». El duque de Medina Sidonia, desde Santander donde desembarcó, pidió licencia a Felipe II para retirarse a su casa. El rey se la concedió y no le retiró su gracia ni su confianza.

Isabel de Inglaterra, tan cauta antes, aceptó con extraña precipitación un plan absurdo de desembarco en Portugal para instaurar en su trono al prior de Crato, el cual hizo tales promesas que, de haber llegado a reinar, Portugal se hubiera convertido en una dependencia militar y mercantil de Inglaterra. El 13 de abril de 1589, salió de Plymouth una escuadra que entró, al paso, en La Coruña para aprovisionar gratis a los barcos con el producto de un saqueo apresurado. La gente desembarcó en Peniche y se acercó a Lisboa, donde fue rechazada enérgicamente por el cardenal-infante don Alberto de Austria, que gobernaba aquel reino en nombre de Felipe II. Aquella pobre tropa, incapaz de medirse con la infantería española, tuvo muchísimas bajas, y a los supervivientes no les quedó otra solución que reembarcar y volver a Plymouth. La presencia de los derrotados disgustó a la orgullosa Isabel y redundó en descrédito de su jefe Drake, que perdió la gracia de su reina.

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