[dropcap]E[/dropcap]l mundo se había parado (literalmente) y por tanto no había noticias. Tampoco había aire ni viento, y las hojas de los árboles, unas apuntaban hacia arriba y otras hacia abajo, pero ninguna se movía.
El mundo se había parado, pero lo cierto es que nadie se quería bajar.
Un equilibrio perfecto entre el poder gravitatorio de las estrellas, que estira las ramas hacia arriba, y la fuerza del núcleo férreo de la tierra, que encoge a los ancianos hacia abajo, no auguraba nada bueno, o al menos nada nuevo.
El tiempo, el espacio, el ser, necesitan un desequilibrio generador y fértil, una imperfección fecunda y hambrienta, que los ponga en movimiento y los despliegue, pero ahora todo era equilibrio y simetría en la materia sólida, pacto y teatro en la política liquida. Esos fueron los primeros síntomas de que algo no iba bien. O lo que es aún peor: que no iba.
Hubo un sonido áspero de metal oxidado, que todo el mundo pudo escuchar antes de la sordera global, cuando el tiempo frenó en seco. Después: el gran silencio.
Un silencio estentóreo al que ni siquiera el péndulo de Foucault pudo marcar un ritmo somnoliento y burgués.
Los huesecillos del oído interno no se estremecían ni temblaban; la membrana del tímpano no ondeaba al viento, y en la retina de los seres vivos permanecía adherido como el plástico a una cara asustada, un sólo fotograma -el último- como si sobre el cerebro y sus órganos hubiera caído una red hecha de calima y polvo.
Al mismo tiempo que los electrones cesaron en sus órbitas, los átomos dejaron de palpitar y emitir fotones, los corazones de producir latidos, y las estrellas de quemar su combustible. Entonces fue cuando se demostró que todo estaba unido: el corazón de los seres vivos y el corazón de las estrellas radiantes, pero el polvo de estrellas ya no viajaba en el espacio. Quedó suspendido entre cielo y nube, como una bocanada de humo congelada. La última calada de Dios.
Congeladas en un instante todas las estrellas, sus sombras lo inundaron todo, pero esa oscuridad nunca se hizo visible ni llegó hasta nosotros, capaces sólo de contemplar su pasado -aún luminoso- pero no su presente, tan distante que para nosotros sólo puede ser una hipótesis de futuro. Y tiempo ni futuro ya no había. Sólo espejismo y parálisis.
Algunos, en ese frígido y aterrador instante, tuvieron visiones extrañas. Por ejemplo: hubo quien vio a Immanuel Kant en el cielo, casado con una morena de muy buen ver, llevando una vida desordenada, y sin consultar nunca el reloj.
Ante tal parada en seco, algunos electrones arrastrados por su propia inercia, salieron despedidos de sus órbitas exteriores, y muchas cosas sólidas y palpables se desintegraron en un instante.
Sobre todo los presidentes de gobierno en funciones, los más sensibles a la implosión repentina de los átomos.
Y recordé aquello de que la proporción entre el núcleo de un átomo y su espacio vacío es la misma que existe entre un grano de polvo y el enorme hueco de una catedral, y que por consiguiente, todo lo sólido y palpable, incluidos los presidentes de gobierno, no es más que un gran acúmulo de «nada».
Ya nadie se reencarnaba (ni se turnaba en el gobierno), porque la rueda del sufrimiento también se había detenido, y el ansiado nirvana había llegado sin avisar.
Este fin del mundo, dicen los que lo pueden contar, ocurrió en Agosto y empezó en España.