Opinión

Perros y mordazas

[dropcap]P[/dropcap]ensaba yo el otro día que si la ley mordaza de Rajoy hubiera florecido en los tiempos de Alejandro Magno, Diógenes el cínico (el filósofo-perro que mordía al sistema) no lo habría pasado nada bien, y eso que nos habríamos perdido. Nosotros y la filosofía.

¿Alguien se imagina la filosofía o incluso la política antigua sin esos filósofos-perros, que son la sal y el condimento de ese guiso que llamamos amor a la sabiduría y a la verdad… sólo Platón, y Platón, y más Platón… a palo seco?

Como nuestro filósofo antisistema tenía el humor fresco y la lengua larga, pudo decirle a Alejandro sin inmutarse aquello de «no me tapes el sol», y el dueño de todos los hombres -supongo que tras la primera sorpresa- envidiarle la libertad.

Él estaba acostumbrado a tratar con esclavos o con cortesanos (que en última instancia son casi lo mismo).

Evidentemente, Alejandro era un hombre de mundo y de gustos cosmopolitas. Un hombre viajado, que además tuvo por maestro a Aristóteles, que no era un maestro cualquiera.
Y esa distancia en la mirada y en el juicio que produce el conocimiento de mil y una realidades, aprendidas en los libros o palpadas a punta de espada, es lo que le llevo a decir, según cuentan las crónicas, que de no ser Alejandro el Magno, el dueño del mundo, le habría gustado ser Diógenes el perro, dueño sólo de su independencia y de su libertad.

Nostalgia quizás de la vida sencilla, o de la libertad sin ataduras, o simplemente de la verdad que ahogamos y malogramos para ejercer el poder o para humillarnos ante él.

Ese gesto magnánimo del poderoso que conocía Oriente y Occidente, con el filósofo antisistema, no hubiera sido hoy posible, en los tiempos zafios y provincianos de Mariano Rajoy, en los que el poder corrupto no es capaz de sincerarse en ningún momento con la crítica desvergonzada (al contrario, la teme y la persigue), y que por sincerarse no se sincera ni con sus propios votantes, a los que a cambio de tanta fidelidad ciega y blanda sumisión, no concede ni siquiera unas migajas de limpia verdad.

Falta ese gesto de nobleza que por un momento hace cómplice al poderoso con el crítico que le desnuda.

Pero otra cosa es la conciencia. Y si lo pensamos bien, debe ser duro -y muy poco sano- arrastrar tanta mentira y durante tanto tiempo.

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