[dropcap]S[/dropcap]egún el principio de incertidumbre de Heisenberg, un héroe se da de guindas a brevas, de pascuas a ramos, de periodo constituyente a reforma constitucional, es decir, de tarde en tarde.
Ahora bien, ese héroe tan improbable es también un incauto, un inocente, una rareza, un idiota, casi una mutación de esas que abren puertas al futuro. Se necesita mucha suerte y no poco milagro para torcer la ley de los grandes números, la trampa de los grandes consensos, la rutina de las grandes mentiras, la ley de la inercia.
Y sin embargo ese héroe, esa excepción que escandaliza a la norma, con la que Dios juega a los dados para ganarse a sí mismo, habita en cada uno de nosotros, que por otro lado, no somos nada del otro mundo.
A veces no importa quién sea el héroe o antihéroe de la novela, sino a quien se enfrenta y en qué condiciones.
De hecho, ante un enemigo impresentable y todopoderoso, cualquier combatiente o simple resistente es una anomalía, un héroe, y cualquier Leopold Bloom un Ulises.
Pienso en Homero, pero también en Gary Cooper, y no únicamente en el protagonista de «Sólo ante el peligro», sino también en el de «Juan nadie», la película de Frank Capra donde un líder político improvisado, extraído del subsuelo y “fabricado” para ser utilizado y luego (según el plan previsto) tirado a la basura (tras cortarle la cabeza), se rebela y enfrenta -desde su soledad- a sus maquiavélicos fautores, en desigual batalla.
Podríamos incluso pensar, sin salirnos del western nacional y salvando las distancias, en Pedro Sánchez, como caso que recuerda al de la película de Capra. Un héroe sólo, sin «aparato» que lo sostenga, en su batalla contra todas las fuerzas del “orden” oficial, incluidas las mediáticas y financieras.
No hizo poca cosa James Joyce al trasladar el mito clásico de Homero a la época actual, para dar “una vez más” un tinte glorioso y épico a nuestra ramplona condición humana, cuya mejor y más fiel metáfora es el viaje, tantas veces vapuleado entre Escila y Caribdis.
Pienso también en ese empresario que estos días ha llamado por su nombre a la explotación laboral de la “reforma” contrarreformista. Y como su anomalía –que no se muerde la lengua- declara al mismo tiempo su soledad y su valor. Y pienso también que estos héroes (o antihéroes) tan improbables, arrojan algo de luz y de duda esperanzada en el camino oscuro y cerril de los que lo trazan con frialdad geométrica y cálculo mezquino.
Hay un instinto perverso -algunos lo llamarían quizás cristiano- en muchos de nosotros, que nos empuja a optar por aquel que combate en desventaja, y que se manifiesta en todos los ámbitos de la vida: en el ámbito civil, en el ámbito laboral, o en el ámbito político.
No se sí esto es un vicio o una virtud, porque los instintos no entienden de cálculos éticos ni de moral, y esta actitud es tan ciega e irrefrenable como una pasión, cuyos «principios» inefables hunden sus raíces en el inconsciente. Pero en cualquier caso, esta perspectiva vital tan poco pragmática y tan poco útil, siempre nos sitúa en cualquier conflicto en el peor lugar, y en actitud de combate.
De la misma forma que hay un eros y un tánatos, los hay que solo son valientes con el viento a favor y en medio de la tropa, y otros que dejan de ser tímidos y se vuelven audaces en el desamparo de su soledad y a contracorriente. Pero sobre todo, ante la injusticia flagrante.
Sospecho que Don Quijote (como Cervantes) pertenecía a este irredimible gremio de los perdedores, de forma tan inevitable como los libros de caballerías que prefirió leer, porque si algún tipo de ideas mueve a este impulso de escasa fortuna, son las utópicas.
Podemos barruntar con bastante fundamento, que en la aldea de Don Quijote sólo había un quijote, que era Alonso Quijano, y que allá donde miremos de los cuatro puntos cardinales, este tipo de estadísticas se cumplen. Tales son los estragos y falta de variedad que produce el sentido común y el espíritu de rebaño.
Cuando Don Quijote se echó a las estepas en busca de horizontes, vientos, y aventuras, sus vecinos aborregados dentro del apretado caserío, pensarían que allí fuera hacía mucho frío, y que convenía permanecer en el área confortable de la masa, al calor de los más, y arrimados al pesebre.
Y llegado el caso, ver en el retablo de las maravillas lo que todos veían, sin verlo. Comulgar en la mentira en la que comulgaban todos, para no ser señalado.
Que viene a ser lo que predicó Alfonso Guerra con aquella famosa frase, consejo muy útil para domesticar borregos: «quien se mueve no sale en la foto», un torpedo contra la línea de flotación de cualquier intento de utopía o mejora, y una apología directa de la ética de Sancho Panza y del cotarro, pero no del Sancho que acompañó al Quijote, tan loco y poeta como el, sino de los que se quedaron escondidos y mudos tras el pesebre.
[pull_quote_left]Vino a decirnos ayudándose del gesto de sus manos manchadas de tiza: «al de arriba, el puño y al de abajo, la mano»[/pull_quote_left]Tuve un profesor de anatomía, artista y anatomista al mismo tiempo, rebelde por los cuatro costados, y casado con una nieta de Unamuno (otro Quijote), que cuando allá en el aula magna de la vieja facultad, al tiempo de realizar con tiza de color sus magistrales dibujos, llegaba al borde del encerado (y era este largo y generoso), continuaba dibujando, rebasando el marco de madera de la pizarra, en la misma pared, de manera que parecía que la materia orgánica de nuestros nervios, músculos, y huesos, llevada de su vitalidad palpitante y sin respetar fronteras, quería colonizar y hacer suya la materia inorgánica del muro.
Cuando no se subía, aquel intrépido profesor (agilidad no le faltaba), poniéndose el mundo y la seriedad académica por montera, en el radiador de calefacción que había al lado del encerado, y allí arriba de puntillas y estirando su brazo cuán largo era, alcanzaba con su tiza de color los más altos estratos de su imaginación, casi dispuesto a pintar de nuevo la capilla Sixtina, y sin más andamio que su espíritu animoso.
Este gran profesor, cuando se despidió de nosotros, médicos en formación que con el avance de la carrera le habíamos seguido en sucesivos cursos de anatomía, nos reunió en un aula aparte para dar un carácter oficial y sin embargo íntimo -casi paternal- a aquella despedida. Como lanzándonos al mundo armados de pobres pero nobles armas, quiso así cerrar su misión de maestro.
La perorata fue corta y básicamente se atuvo a un solo consejo, que tenía muy poco de académico y mucho de humano. Vino a decirnos ayudándose del gesto de sus manos manchadas de tiza: «al de arriba, el puño» (y alzaba, mientras lo decía, un puño indignado hacia un cielo sin justicia), «y al de abajo, la mano» (y extendía la mano abierta hacia abajo, solidaria hacia alguien -invisible hasta entonces- que había caído).
Algunos de los músculos o nervios que él dibujaba tan magistralmente, los he olvidado. El consejo sin embargo no.
— oOo —