[dropcap type=»1″]L[/dropcap]os años en los que vivió don Miguel de Unamuno en la ciudad fueron malos para la conservación de la Salamanca monumental. La destrucción de monumentos en el siglo XIX y principios de XX me recuerdan una de las anécdotas referida a la reina Isabel II. La Isabelona recibía a la nueva Corporación municipal de Salamanca en audiencia. Como deferencia a la ciudad universitaria salió de su despacho para acoger a la comitiva colocándose en lo alto de las famosas escaleras de Sabatini del Palacio de Oriente. Con los brazos abiertos exclamó al ver subir al alcalde con los concejales:
- ¡Oh Salamanca, Salamanca, mi vieja Salamanca!
A lo que exclamó el alcalde:
- ¡No se preocupe su majestad que la estamos tirando toda!
O aquella otra en la que el comprador de los Jerónimos una vez desamortizados el convento y el colegio, invitó a la ciudad a la voladura de las construcciones para vender al mejor postor las piezas obtenidas del derribo. Según las crónicas de aquellos años, la caída de la iglesia y la parte alta del convento con el efecto producido por la explosión de la dinamita pareció a los presentes que estaban contemplando una sesión de fuegos artificiales. Al terminar la destrucción del lugar donde se hospedó Felipe II cuando vino a Salamanca a casarse con su prima, la princesa de Portugal, la población de Salamanca allí presente prorrumpió en vítores y aplausos.
Estas dos narraciones nos indican muy a las claras que la sensibilidad por respetar nuestro pasado es muy reciente y que Unamuno, a este respecto, fue un adelantado a los años que le tocó vivir.
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