Opinión

¡No son de dinosaurios!

El encanto del agua sulfurosa (dibujo de E. Jiménez).

 

-¿No viene hoy con usted su amigo de Tamames?

 

-Pues no… Se ha vuelto a su pueblo muy triste por la afirmación tan categórica que le dio ayer. Leímos lo que nos dijo que había escrito sobre las «huellas del caballo del Roldán» en Pliegos de Yuste, y no quedamos muy convencidos…

-¿Noo? ¿Y dónde está la duda?

-Pues… pensamos… Es que los huecos que se aprecian en las fotos –muy mal, por cierto– serán lo que usted dice… ¿Se llaman… «budines»? Pero ¿por qué las huellas de la fuente de Roldán tienen que ser lo mismo? ¿Por qué demonios no pueden ser huellas de dinosaurios?

-Ya comprendo. Están empeñados en que lo sean y no pararán hasta encontrar a alguien que les diga que sí, que lo son. ¡Pues no! ¡Lo siento mucho, pero no lo son!

-Pero bueno… ¿y cómo puede estar tan seguro de ello?

-Pues mire usted… Imagínese que va andando por el campo. ¡Hoy mismo, sí! ¿Va hundiendo las botas y dejando sus huellas si camina por la roca? ¡No! Pero al llegar a la orilla de un río sí puede dejarlas en el barro. ¿De acuerdo…?

-Sí. Claro…

-Ese barro es el sedimento que ha dejado el río hace unos días en una crecida. La siguiente las va a borrar, pero podría ocurrir que, antes, se cubriesen con una capa de arena. ¿Vale…?

-Sí. Sí…

-Bien. Pues sigamos suponiendo que en un tiempo futuro, dentro de millones de años, pongo por caso, el barro y la arena que cubrió las huellas de sus botas se han litificado, pasando a ser rocas sedimentarias. Un geólogo que las descubriese entonces diría que son de tal edad –a saber que nombre dará– y que el humano que transitaba por allí era de la misma. No de antes, ni de después. ¿No es así? ¡Y hasta podrá saber de qué año aproximadamente, por la marca de las botas si hay entonces un catálogo de ellas…!

-¡Evidentemente! ¡Está claro que el barro se depositó unos días antes y la arena después! ¡Eso no hay modo de cambiarlo!

– Pues eso mismo pasa con el mito de la fuente de Roldán. Las «huellas del caballo» son de la misma edad que la roca en que están impresas. Y esas rocas, esos estratos, son anteriores al Ordovícico. En esa época faltaba mucho, muchísimos millones de años, para que la atmósfera fuese respirable y hubiese vida fuera del mar primigenio.

– ¡Ahora sí que me ha convencido! ¿Y entonces, los huecos son de «budines»?

– Más bien son moldes de ellos. Al ser más blandos que la roca que les envolvía desaparecieron por la erosión. Se formaron en el fondo del mar… Pero… con esta conversación he recordado una anécdota que le puede resultar ilustrativa. ¿Quiere que se la cuente?

– ¡Por supuesto que sí!

– Pues mire… Cuando yo era adolescente leí «El último mohicano», de James Fenimore Cooper. ¿Usted también? La verdad es que a mis amigos y a mí nos entusiasmó aquella novela, que habíamos comprado todos en aquella versión de los maravillosos libros «Pulga» de entonces. Años después leí la feroz crítica que de ella hizo nada menos que Mark Twain. ¿Sabía usted que fue muy aficionado a la geología? Comenta que en un capítulo el gran rastreador va siguiendo la pista de su enemigo, marcada en la hierba y en el barro, hasta que éste, para despistarle, se mete en un arroyo. ¿Qué se le ocurre al protagonista? ¡Pues nada menos que hacer una presa, aguas arriba, y al descender las aguas, aparecen las huellas en el fondo seco del arroyo! ¡Eso sí que es un milagro! ¡Es imposible que ocurra! La más mínima corriente de agua borra las huellas en el mismo momento de levantar el pie. ¿Es que el escritor no había andado nunca por una playa y no había visto como las pisadas se las lleva la contraola y, si algo queda, la siguiente?

– Es verdad. ¡Tiene usted toda la razón! Y volviendo a lo de Tamames… ¿usted que propondría, para que conserven alguna ilusión?

– No sé… Quizás hacer una escultura con el caballo de rodillas, bebiendo… O algo parecido.

– ¡Pues no es mala idea! ¡Se lo diré a mi amigo!

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