[dropcap]L[/dropcap]e damos muchas vueltas al drama que supone para este país –aparte del drama personal, en muchos casos– la marcha de científicos o profesionales cualificados, generalmente jóvenes, lo que nos va a suponer una sangría absolutamente lamentable que pagaremos con subdesarrollo, una vuelta atrás indecente, como ha ocurrido ya con otras vueltas atrás tan impensables hace dos días, pero bien reales. Esa gente preparada se nos va con sus capacidades que hemos formado aquí para que otros la aprovechen sin más coste que el salarial.
Pero, además, hay también otra emigración menos distinguida y en la que creo que estamos reparando poco. Es la emigración de siempre, la de nuestros trabajadores, la que yo conocía cuando era niño y que dejaba vacíos los pueblos. En mi recorrido por Francia me he encontrado con estas gentes que buscan trabajo o que ya lo han encontrado. Pero, sobre todo, me encontré con Juan. Juan es valenciano. Un tiarrón sanote en torno a la cuarentena. Juan acababa de encontrar trabajo con contrato el día que lo conocí, y al día siguiente comenzó su labor en un invernadero de tomates y pimientos. Por la tarde, al volver a verlo, estaba reventado de la espalda, se había pasado todo la jornada inclinado sobre las matas para coger el producto. Pero era feliz, “me ha tocado la lotería”, aseguraba, porque podía trabajar, porque lo había empleado una mujer española que en su tiempo también fue emigrante y que al casarse con un francés había devenido en empresaria. Juan pudo aguantar con sus ahorros hasta que logró el trabajo, pero una semana antes un compañero que llegó con él tuvo que volverse a Valencia, porque se le terminó el dinero para seguir aguantando.
[pull_quote_left]El Juan que dejé en Cavaillon representa la España herida porque expulsa a sus hombres, sus profesionales cualificados y sus trabajadores sin cualificar, a sus hombres y mujeres que podrían sacar adelante a un país que se empobrece sin esas gentes[/pull_quote_left]Juan llevaba un mes dando patadas para encontrar un trabajo. Ni habla ni entiende francés, al día siguiente de llegar se le averió el coche “y no veas lo que eso supuso, en gasto y hasta que encontré un taller”, señalaba. Vive en una tienda de campaña en un estupendo y económico camping municipal, en Cavaillon, donde puede recargar el móvil en la recepción, y una aspiración era poder ver la televisión española “para saber algo más de lo que me cuentan mis hermanas cuando las llamo”.
Juan, acostumbrado a trabajar en la huerta valenciana, llevaba tiempo sin conseguir labor en su tierra, y se largó a esa zona francesa donde también la fruta es abundante, donde otro valenciano que igualmente vive en otra tienda en el camping logró empleo en una envasadora de fruta. “Las cosas en España están como todos sabemos, pero tampoco aquí anda bien esto, nos dicen que ya no va como hasta hace poco, y no quiero pensar lo que supondría que esta gente entrara en lo que estamos pasando en España”, comentaba Juan, mientras disfrutaba pensando en la continuidad del trabajo recién estrenado, que entre otras cosas le permitiera irse a un piso compartido cuando pase el verano y ya no pueda seguir en su tienda del camping.
A Juan lo dejé feliz con su trabajo. Juan español, uno de tantos españoles que buscan fuera el trabajo que no encuentran en su país, como ocurrió antaño. Juan, también antaño, fue el nombre de los protagonistas de las películas comprometidas y peleonas de Juan Antonio Bardem, que simbolizaban al Juan español que buscaba caminos en aquella España dictatorial. Hoy, el Juan que dejé en Cavaillon representa la España herida porque expulsa a sus hombres, sus profesionales cualificados y sus trabajadores sin cualificar, a sus hombres y mujeres que podrían sacar adelante a un país que se empobrece sin esas gentes. Pagaremos muy caro todo eso: no es demagogia, son elementales cuentas frente al futuro.
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