[dropcap]Q[/dropcap]ué duda cabe que estar vivo, aunque filosóficamente no se sostiene, es un privilegio. Y digo que no se sostiene, porque aunque pensemos -con otros muchos- que de la nada, nada viene, cabe preguntarse ¿porque hay algo y no nada? ¿Acaso hay mayor dispendio o licencia creadora?
Ya sé que a los poetas todo les está permitido, pero… una cosa es una poesía y otra cosa es un cosmos.
¿Qué necesidad había?
Ya saben: aquello de que si el diablo se aburre… inventa la curiosidad, que por naturaleza siempre es rebelde, o incluso irreverente.
Si siempre hubiéramos permanecido dóciles y reverentes ante nuestros maestros, sacerdotes, jefes políticos, y dioses, fieles a la tradición -como suele decirse- aún estaríamos vegetando en las cavernas.
Aunque también hubo allí artistas, y el ocio suficiente para buscarle tres pies al gato, entre fogata y fogata. El fuego -que es muy prometeico- ayuda a pensar.
Y quien piensa está perdido, porque corre el riesgo de encontrar lo que busca.
Partimos de una realidad contundente: hay «algo» y no «nada», y este «algo» es algo con lo que hay que contar, algo dado, un imperativo, que diría Kant, que se nos impone sin pedir permiso y nos impone sus reglas sin consultarlas con nosotros.
Y como parte de ese «algo» imperioso, la vida también nos arrastra poderosa en su fluir. Levitábamos en un tiempo sin tiempo, en una siesta perpetua y dulce, y de repente abrimos los ojos, si o si, a la vida. Y ¡Voilà!
Aquí no piden voluntarios. Te alistan a la fuerza, aunque lo tuyo sea la retaguardia y la ensoñación.
Se la ha comparado (a la vida) con un cristal, a pesar de que el cristal, «prima facie», parece algo rígido (rigor), frío (frigor), y muerto (mortis). Mientras que la vida (incluso la que es de sangre fría) es cálida, dúctil, y animosa. Y sobre todo adaptativa. Va limando sus esquinas y rebabas a fuerza de coscorrones y codazos, hasta encajar en el medio. ¡Qué maravilla esto de la evolución!
La comparan (a la vida) con el cristal por la cosa del «orden», en cuanto que el cristal atrapa y asume la materia desordenada y la ordena en una estructura sorprendentemente bella, o incluso simétrica, que parece aspirar a la perfección matemática.
Pues algo parecido hace la vida. Con barro y agua -como dirían los antiguos alfareros de Nínive- construye un ser vivo, y da forma a lo informe. Atrapa en su red creadora la materia inorgánica, y nos organiza con nombre y apellidos, pasiones, instintos, y curiosidad. Llenos, sin embargo, de imperfección. ¡Esa es su gracia!
La curiosidad, por otra parte, es una facultad extraordinaria, durante la cual se suspenden o se oscurecen otras instancias más primitivas. Es una especie de lujo y regalo que se concede a sí misma la maquinaria de la vida. Pareciera que durante su ejercicio (cuando se dirige hacia el mundo exterior, porque también puede dirigirse hacia el propio yo) uno se eleva sobre su propia individualidad, sobre su propia persona. Ajenos, ciegos, y sordos a nuestros propios instintos y requerimientos, como enajenados y casi a punto de lograr la «objetividad», nos transmutarnos en animales observadores e inteligentes.
Y es que la objetividad supone una renuncia un tanto forzada, porque como decía Unamuno, en principio y casi por instinto, «yo no soy objetivo, sino subjetivo, porque no soy un objeto, sino un sujeto». Luego la «objetividad» supone casi un acto antinatural, una disciplina auto impuesta, y quizás por ello sea uno de los gérmenes y fundamentos de la civilización.
Veo un video en que un orangután joven (quien se mantiene curioso se mantiene joven) da una muestra espléndida y muy «humana» de curiosidad, y por tanto de inteligencia.
Un pollo de pájaro ha caído al agua, quizás desde su nido, y de momento flota en la superficie del líquido elemento antes de -previsiblemente- ahogarse y hundirse.
El joven orangután se vale de una hoja a modo de herramienta (homo faber) para «rescatarlo» acercándolo a la orilla, luego lo coge delicadamente con los dedos y lo saca a tierra.
A partir de ahí, el orangután adopta una relajada y cómoda postura sobre sus codos (solo se aprende hincando los susodichos), en su improvisado laboratorio, y a pesar de los recortes en investigación que sufre su departamento, escruta al pollo con una concentración curiosa que sólo cabe calificar de científica. Estos son nuestros ancestros.
Cierto es que luego la grabación se interrumpe y no se sabe muy bien como acaba la aventura del pollo y el primate, pero durante un gran e intenso momento impera la curiosidad, el hambre de conocimiento.
Que es la misma curiosidad que puede vencer a algunos niños el día de reyes, si se despiertan cuando no deben.
Otras veces no es la curiosidad la que derriba los mitos, sino que ellos mismos se van y ya no vuelven.
En mi caso, un año no hubo reyes ¿Dios había muerto, como anunciaba Nietzsche?
No exactamente, sino que «la naturaleza de las cosas» se despliega y respira, indiferente a nuestros mitos y prejuicios sobre ella.
Y la naturaleza de las cosas y su rotunda realidad dictaban que ese año no había dinero para reyes.
Mis padres se habían cambiado de casa (a una mejor) y había que apretarse el cinturón, aunque sufrieran los mitos.
A cambio aquel invierno no fuimos pasto de los sabañones que se agazapan en el borde del brasero, bajo la mesa-camilla, último refugio contra el frío helador.
Es más, nos sobraba toda la ropa, desacostumbrados a la potencia calorífica de los radiadores de una calefacción central.
¡Qué razón tenían los griegos al decir que en el medio está la virtud!
En mi biografía, la era adulta y objetiva se inaugura este año que no hubo reyes. Nada de nada. Ni siquiera aquel carbón negro que se comía y que acompañaba en ocasiones a otros regalos más brillantes, o hacía mezcla equilibrada con doblones de oro y chocolate.
Adenda: Orangután científico