[dropcap]H[/dropcap]ay algo que causa perplejidad en el espectáculo de la furia prosistema (que no sólo de antisistemas vive la furia). Furia que hoy toma la forma de entusiasmo macroeconómico y apostolado tecnócrata, pero que en los tiempos del socialismo felipista, y expresado en términos más castizos, se traducía en un culto casi religioso al «pelotazo». Expresión esta que hoy ha caído en desuso ante la fundada sospecha de que de tanto pelotazo como hemos dado nos hemos quedado sin pared (y también sin fondos).
Hoy más que dar el pelotazo se habla de controlar el déficit. Queda más fino y más macroeconómico. Incluso da la impresión de que ahora ya no robamos, sino que ahora recortamos. No se dejen engañar por las apariencias. En uno y otro caso, usted notará que le han sacado algo del bolsillo mientras miraba para otro lado. Es más, estoy por asegurar que ese algo, que además no era mucho, se lo había usted ganado con el sudor de su frente. Por ejemplo las pensiones.
Controlar el déficit, y trincar la Constitución española para hacer de este principio económico y sectario un artículo de fe, es otra forma de denominar al pelotazo que han dado en nuestro resignado e intervenido país los bancos alemanes.
Es esta perplejidad que digo una perplejidad libre, por supuesto, incluso minoritaria como ha sido siempre en este mundo la perplejidad inquieta.
Se puede o no se puede compartir, y el hecho de compartirla con algunos, aunque sean pocos, ya supone un hallazgo esperanzado que mantiene el ánimo despierto, pero tan raro como una veta de color en sima oscura, o en lo más espeso de un bosque un rayo de luz.
Por lo general, nos tienen entretenidos. Y a oscuras.
Menos sorprendente me parece, sin embargo, la necesidad y casi el deber de ejercer una crítica severa, acida incluso, contra un gobierno que hizo menos daño mientras estuvo en funciones y sin poder ejercer. ¡Qué extraña paradoja!
A algunos, en resumen, nos causa perplejidad el hecho, pues tiene poco de normal. Veamos:
Si ustedes se fijan bien y se tragan con aplicación los mensajes mediáticos con que nos orbitan la mente todo el día, les parecerá que Podemos -por poner un ejemplo de bicho raro-, objeto de una campaña como no se veía desde los tiempos del senador McCarthy, que en paz descanse, llevara lustros ejerciendo la acción de gobierno en nuestro país, y durante todo ese tiempo nos hubiera llevado a la ruina, rescatado y premiado a los culpables de la misma, y machacado y castigado a sus víctimas, o nos hubiera endeudado para siempre y sin remedio posible. Tal es la inquina que contra esa formación inexperta y aún inoperante, se despliega desde las más altas esferas y sus aplicados satélites. Tal es el espejismo construido con parsimonia y dedicación.
Pareciera también, tal como nos lo pintan, que la formación morada hubiera visto desfilar por los juzgados, en interminable procesión siniestra, a toda una tropa numerosa y afecta de acólitos y dirigentes, entusiasta del noble arte del crimen, y hubiera vaciado las arcas del Estado para dar que hacer a los paraísos fiscales.
O hubiera traficado con EREs y mordidas al por mayor, cooperando con una corrupción sistémica que nos ha llevado a la bancarrota. Y a los mismos fiscales los hubiera arrastrado a la condición de «colegas», y rebajado desde su alto y digno papel institucional al triste y bajo sino del trapicheo de barrio.
Tal es la impresión que sacaremos si nos tragamos sin rechistar y sin masticar (cuidado con la aerofagia) los mensajes con que nos alimentan y fortalecen la inopia desde que suena el despertador.
Pero no ha sido así. Despierten y abran los ojos. Así no ha trascurrido esta historia.
Invirtiendo el orden natural de las cosas, aquí, en este extraño país, no es el gobierno o el poder corrupto el que recibe la correspondiente filípica correctora, y el aluvión de críticas que debe mantener corriendo el agua, y bien engrasada la maquinaria del Estado de derecho, sino que quien recibe la mayor carga de culpas y sambenitos es una oposición virgen aún, que no ha tocado bola, pero que ha hecho -a juicio de todos- un diagnóstico impecable y por eso molesto, del daño y sus causantes. ¿Quién duda hoy que la corrupción sea nuestra principal seña de identidad y tarjeta de presentación ante el mundo?
Eso es lo que molesta.
Para contrarrestar esa realidad, nuestra crítica más promocionada se ha vuelto áulica, cortesana, meapilas rastrera del poder constituido, con argumentos tan refinados y fríos como los que Platón pudo soñar en sus pesadillas de caucho sintético.
Somos llamativamente blandos y amables con el poder corrupto. Y para ello nos educan por tierra, mar, y aire, casi desde que tenemos uso de razón.
Y a las pruebas me remito: nunca antes un poder inexistente había recibido críticas tan feroces, y un poder constituido (y tan letal) tantos halagos.
Estos años de dudosa y temblorosa transición, nos han transformado en monaguillos fofos y ávidos de catequesis, en siervos adictos a las órdenes jerárquicas.
[pull_quote_left]La ignorancia de la verdad, después de todo, es un hecho pasivo, casi inocente. No consume energía. La mentira, por el contrario, supone un esfuerzo, a veces titánico, en ocasiones colectivo, que implica desdoblar las fuerzas conscientes entre lo que sabe la mente y lo que calla la boca.[/pull_quote_left]No tiene nada de extraño que los medios que dependen del poder -que no son pocos- ataquen con saña y coordinación milimétrica a formaciones novedosas y que no siguen el guion oficial, como Podemos. Formaciones que sin duda resultan incómodas para ese poder constituido, como ocurrió también con el 15M.
Con más razón si salen a la luz ahora, con profusión y de golpe, tantos temas oscuros que permiten -por su cuantía- sospechar una corrupción organizada, sistémica, y sobre todo silenciada.
Todo ello forma parte sin embargo de la sacrosanta libertad de expresión, que en ocasiones se expresa no expresándose, callando lo que se sabe, y otras buscando una aguja en un pajar cuando se es dueño o socio partícipe de una ferretería.
Menos aceptable es cuando esto se traduce en una dinámica de vasos comunicantes en su juego de equilibrios, o una ecuación que indefectiblemente se cumple y que es fácil de observar: cuál es que quien pone enormes energías en atacar a los bichos raros de Podemos –por poner un ejemplo, pero hay más-, no pone ninguna en denunciar la corrupción normalizada y sistémica. O dicho de otro modo, pone tanta energía en aquello como poca energía en esto otro.
O quizás no sea exactamente así, sino que más bien ocurre que pone tanta energía en aquel ataque como energía emplea en este silencio.
No se trataría, así, de un silencio pasivo, por falta de energía, sino de un silencio activo, alimentado y soportado con enorme esfuerzo y disciplina.
La ignorancia de la verdad, después de todo, es un hecho pasivo, casi inocente. No consume energía. La mentira, por el contrario, supone un esfuerzo, a veces titánico, en ocasiones colectivo, que implica desdoblar las fuerzas conscientes entre lo que sabe la mente y lo que calla la boca.
Una tensión a veces fatigosa entre dos polos que se combaten mutuamente: la verdad que ocultamos y la mentira que protegemos.
Da la impresión de que quien así obra teme aumentar, con la denuncia de la corrupción y sus causas, las expectativas políticas de un imaginado contubernio antisistema (ecologistas, podemitas, pieles rojas, y demás).
Como sí declarar la verdad o ayudar a descubrirla, proporcionara oxígeno a una hidra malvada, una auténtica y espantable encarnación del mal, que más que habitar la sombra de las cuevas, crece y despotrica al aire libre.
Temen, quizás, alimentar un fuego que con su luz queme las fábulas que predican, o encender una luz que prenda un incendio.
Tienen, por tanto, muy poca fe en el precepto evangélico: la verdad os hará libres. Como los fantasmas, prefieren la sombra y arrastrar cadenas. O imponérselas a los demás.
No quieren libertad, quieren control, convencidos de que «ojos que no ven, corazón que no siente».
Tal obcecación hace que su ojo clínico se resienta de ceguera voluntaria: piensan -paradójicamente- que el problema de España no es la corrupción consentida, sino la reacción contra ella que indica que el organismo, aunque débil, aún está vivo.
Parece poco dudosa la estrecha cercanía que siempre mantienen mentira y corrupción, y que allí donde una se hace fuerte la otra progresa a toda prisa, en perfecto tándem simbiótico, en voraz círculo vicioso que se traga y se come a los Estados fallidos.
Cuando distintos organismos internacionales, merced a sesudos estudios, nos declaran campeones de la corrupción, sin necesidad de decirlo explícitamente nos están declarando también y al mismo tiempo campeones de la mentira.
La mentira sin embargo tiene una extraña fuerza y virtud: no perece, se enquista. Y desde allí, desde ese estado larvario, va matando al organismo sigilosamente, de una muerte lenta, en que el veneno no muere, sino que resucita, se hace fuerte, y procrea.
La costumbre es una cualidad que en sus peores efectos nos rebaja a la condición de objetos mecánicos, de artefactos. Y la costumbre de la corrupción y la mentira, nos aboca a una inercia tan ácida y disolvente como la de los jugos gástricos y los espasmos estomacales.
Piensen por ejemplo en los perros de Pavlov, con sus vísceras –y el cerebro es una víscera- confiscadas por un reflejo condicionado.
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