[dropcap]E[/dropcap]n la Salamanca que tanto desprecia a la propia Salamanca que la prestigia salta con demasiada frecuencia una muestra que no es menor, sino ciertamente significativa de qué trato se dispensa al importante pasado de Salamanca. No se trata de nada material, como es el caso de esos desastres que materializan las infectas tabernuchas de septiembre amparadas oficialmente ante los mejores monumentos y el entramado urbano más notable, ni es tampoco esa ocupación lamentable y con riesgo cierto para el recinto cada dos por tres en de la Plaza Mayor, pinto el caso. Estamos ante un daño inmaterial, pero con peso en relación con la historia salmantina más gloriosa.
Habrá quien considere una tontería –eso lo doy por descontado– que me subleve cada vez que oigo o leo, y lamentablemente es demasiado frecuente, denominar “Palacio” al Colegio de Anaya, al Colegio Mayor de Anaya. Ese afán “palaciego” hacia Anaya que ha sido permanente entre los salmantinos (en el que yo mismo incurrí por ignorancia en mis primeros tiempos, siguiendo la denominación que escuchaba) tiene su fundamento en el olvido de lo que representó esa institución colegial en los tiempos gloriosos de la Universidad y del propio Colegio, al tiempo que se recordaban las funciones burocráticas en las que cayó el edificio, que incluso llegó a servir de acogida al Gobierno Civil o la delegación de Hacienda, además de cuartel y otros usos. Pero, sobre todo, se advierte que otorgar la condición de “palacio” a Anaya se relaciona con pretender prestigiar con tal denominación a ese edificio neoclásico.
Y ese es el gran error, precisamente. El prestigio al edificio, y a Salamanca por albergarlo, le llega por ser un colegio mayor, y no uno cualquiera, además. Fue el primer colegio mayor de España y por cuyas instalaciones pasaron y donde se formaron gran cantidad de gentes que fueron fundamentales en diferentes campos del gobierno, la cultura y la educación en España, tanto en cargos públicos como eclesiásticos: “todo el mundo está lleno de bartolómicos”, rezaba el dicho, porque no debe olvidarse que se trataba del Colegio Mayor de San Bartolomé –normalmente motejado el Viejo–, la denominación que le adjudicó en 1401 el fundador, el influyente Diego de Anaya y Maldonado, eclesiástico de armas tomar y gozador de mujeres. Un edificio que inicialmente fue mucho más modesto, en ladrillo, hasta que se construyó el poderoso bloque neoclásico terminado en 1768, con sus más llamativos elementos del frontispicio y sus potentes columnas jónicas de la fachada, junto con el patio con su galería de granito berroqueño a la que se accede por espectacular escalinata.
[pull_quote_left]La vulgaridad de un palacio en Salamanca no se puede comparar en nada con la gloria de un colegio mayor.[/pull_quote_left]La condición de ese edificio enfrentado a la catedral nueva no es palaciega, sino colegial. Una condición que fue gloriosa como tal, además de vinculada a la gloriosa de la Universidad salmantina en sus mejores tiempos. Aunque ya no acoja a los colegiales bartolómicos de antaño, la herencia a su función actual de centro universitario es la del Colegio Mayor de San Bartolomé, y así reza además en la inscripción en el muro a la entrada. Pero incluso muchos inquilinos de ese edificio lo denominan “palacio”, lo que también se extiende a cargos de la propia Universidad. Esto es una afrenta, además de ignorancia inexplicable entre quienes deberían conocer los detalles elementales de la institución en la que trabajan. Y así trasladarlo al conjunto de la sociedad salmantina, incluídas sus autoridades que mayormente no se caracterizan por sus dotes de conocimiento de la ciudad…, más que de boquilla en demasiadas ocasiones.
Lamentablemente, aunque con menor frecuencia, también la denominación de “palacio” se extiende al Colegio Mayor Fonseca, otra de las glorias salmantinas. Gloria por su condición de colegio, que su fundador, el tercer arzobispo Alonso de Fonseca, denominó Colegio del Arzobispo al fundarlo en 1521. Una joya renacentista que también durante mucho tiempo se conoció como Colegio de Irlandeses por albergar a los estudiantes eclesiásticos de esa nacionalidad que huyeron de la persecución en su país, situación que ha estudiado con detalle recientemente el catedrático Román Álvarez. Al olvidar esa denominación larga aunque pasajera, precisamente, volvieron a sonar las trompeterías de “palacio” también para el Fonseca, lo cual es otra aberración que debería abortarse de raíz, como en el caso de Anaya.
La vulgaridad de un palacio en Salamanca no se puede comparar en nada con la gloria de un colegio mayor. La entraña que llevaron dentro aquellas instituciones universitarias representa prestigio labrado en esta ciudad en sus mejores tiempos. Pero en Salamanca nos empeñamos en desmontar lo que, aparte de la verdad de su función, supuso prestigio frente a la tontería de un palacio. Es un factor más que se suma a nuestra decadencia en otros campos.
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