Opinión

Ermua

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Juan José Aliste, en la actualidad comandante, en un acto sobre víctimas del terrorismo, en marzo de 2015.

[dropcap]F[/dropcap]ueron momentos que rompieron con la inercia de un hartazgo. La gran mayoría de españoles sentimos el asesinato de Miguel Ángel Blanco como una tragedia cruel y próxima, para nada distante, para nada ajena.
Lo que ocurrió y como ocurrió desencadenó una reacción en cadena, y cargó de significado y de consecuencias ese crimen. Aquella cuenta atrás de la que pendía indefensa la vida de un hombre, se desgranó al compás del horror en el corazón de muchos ciudadanos.
Fue una cuenta atrás terrible y también definitiva. Fue una cuenta atrás que marcó el final de ETA.

Es difícil olvidar aquella espera de un veredicto sobre alguien a quien no se le conoce culpa. Podemos suponer la confusión y la angustia de sus familiares, y recordar el estupor de todos ante el asesinato ya consumado.
Y del otro lado, del lado de los autores del crimen, sólo indiferencia, frialdad, inhumanidad, esa barbarie en que culmina todo totalitarismo.

Ya antes ETA había desplegado su violencia terrorista de manera indiscriminada, y acumulábamos todo un repertorio de imágenes siniestras de muertos, heridos, y mutilados, de toda edad y condición, imágenes que lo decían todo y no necesitaban de más explicación.
Fanatismo, violencia, y muerte. No había más mensaje. Y el instrumento para ese mensaje era el terror, la inhumanidad total.

Durante el transcurso de aquellas horas en que todo aconteció tan rápido (apenas 48 horas), sin embargo el tiempo se hizo denso, frío y espeso como el plomo, suficiente para la reacción colectiva, pero envuelto en un espanto contenido que con el desenlace final hizo crisis, y convocó rápidamente a la unanimidad de la protesta, del dolor, y de la rabia.

El hartazgo hacia ETA y su violencia colmó su medida con ese acto.

Tanto el asesinato de Miguel Ángel Blanco, como los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha, fueron perpetrados por un mismo fanatismo. Aquel que roto todo escrúpulo de inhumanidad y todo límite moral, cree acaparar toda la razón y converge en una misma tiniebla.

Ambos crímenes y la respuesta colectiva ante ellos, adquirieron una carga simbólica y un significado histórico de lucha contra el totalitarismo, que hace que su recuerdo sea necesario.

[pull_quote_left]Uno de los abogados asesinados en el despacho de Atocha era salmantino y hermano de una conocida mía. Y en Salamanca ocurrió el atentado terrorista de ETA que más cerca he vivido, a unos 80 metros de donde yo me encontraba, muy cerca de la plaza de toros de esa ciudad, y muy cerca de donde vivían mis padres[/pull_quote_left]Uno de los abogados asesinados en el despacho de Atocha era salmantino y hermano de una conocida mía. Y en Salamanca ocurrió el atentado terrorista de ETA que más cerca he vivido, a unos 80 metros de donde yo me encontraba, muy cerca de la plaza de toros de esa ciudad, y muy cerca de donde vivían mis padres.
La bomba que arrancó las piernas del capitán Aliste me despertó aquella mañana, y enseguida se supo el origen del estruendo. Una bomba-lapa colocada en los bajos de su coche y activada con temporizador, hizo explosión dos minutos después de que el militar dejara a su hija de doce años y a otras dos compañeras en el colegio. El vehículo había parado en el trayecto para recoger a una de esas niñas. Si hubiera explotado dos minutos antes de cuando lo hizo, habría ocasionado una matanza entre los niños que a esa hora concurrían al colegio.

El rector más ilustre de Salamanca, Miguel de Unamuno, advertía sobre la deriva inquietante del nacionalismo vasco en un artículo publicado en el periódico El Sol el 30 de junio de 1932, y que tituló sin palabras mediante un símbolo: la esvástica nazi. O el Lauburu vasco. Este artículo puede encontrarse también en su libro “Visiones y comentarios” publicado en la colección Austral.

Hacía burla discreta Unamuno en ese artículo del apego que mostraban algunos de sus paisanos vascos nacionalistas al símbolo en cuestión, «de significación tan agorera y fatídica en países de Centroeuropa», decía ya Unamuno.
Y aunque intentaba reconducir afectuosamente, como maestro prudente, a sus paisanos y apartarlos de ese error y de esa ostentación simbólica, cargada ya de significado tan siniestro, no dejaba de advertir más severamente de a que extremos de barbarie racista  y «zootecnia» inhumana podía llevar todo aquello.

Tras esos disparates folclóricos, en gran medida pueriles, no tardan en venir otros más dañinos, sentando doctrina excluyente y xenófoba sobre grupos sanguíneos, distingos RH, y quizás -por qué no- superioridades de la raza.
Racismo, xenofobia, y totalitarismo, siempre andan cerca y acostumbran a ir juntos de la mano. Y en este ámbito, también el fascismo español ha jugado frecuentemente a ese juego con una clara vertiente antisemita sustentada en nuestra tradición más negra.

Miguel Ángel Blanco, los abogados laboralistas de Atocha, y tantos otros inocentes cuyas vidas fueron segadas por el fanatismo ciego y la intolerancia, son perdidas crueles que debieron evitarse, pero sobre esas tragedias, nosotros y nuestra democracia pudimos seguir adelante.

Y con ese sacrificio y con esas víctimas hemos contraído una gran deuda: la de combatir y rechazar el fanatismo venga de donde venga, y la de un esfuerzo continuo e infatigable por mejorar y regenerar nuestra democracia, librándola de las lacras que la entorpecen, la limitan, o la asfixian, una de las cuales es la corrupción, que no es sino otra forma de terrorismo que causa miles de víctimas.

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1 comentario en «Ermua»

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