Opinión

Corrupción, constitución, sistema

Mariano Rajoy y Carles Puigdemont, en La Moncloa.

[dropcap]N[/dropcap]o lo puedo evitar! Cada vez que se me viene a la mente la “cuestión catalana”, se me viene a la boca la palabra corrupción, casi como una náusea.

¿Pero la corrupción de quién? Pues la respuesta parece obvia: de unos y otros, a ambos lados de esa falsa frontera.

Pero claro, es más fácil pensar que España nos roba, o que los catalanes son los malos de la película, como en otro tiempo los judíos. Todo antes que reconocer que los corruptos de uno y otro bando nos han traído hasta aquí. Y no solo eso, sino que creemos ingenuamente que esos mismos corruptos, sentidos patriotas, son también los que nos van a sacar del atolladero. De momento son ellos los que siguen al mando de las naves que nos llevan al abismo.

Más allá de fronteras lingüísticas o identidades folclóricas, más allá de banderas de colorines y patrias chicas, casi enanas, los políticos corruptos en nuestro país siempre han sido grandes aliados. Siempre han aspirado a esa «Gran coalición» que predica San Felipe González, esa fórmula política de barbarie mayoritaria y corte populista (engendro de la élite que trinca) que cierra todas las puertas a la democracia y abre todas las puertas a la corrupción. Donde no hay resquicio para la oposición y la crítica no corre el aire y el agua se estanca.

¿Hemos olvidado ya el buen rollo de Felipe González con Jordi Pujol y como el poder ejecutivo ordenaba al poder judicial que no tocara al intocable?
¿Hemos olvidado la perfecta armonía de Aznar, el héroe de la guerra de Irak, semilla de tantas calamidades, con los héroes catalanistas del 3%?

[pull_quote_left]Ese era el «consenso» que los unía: no robes tú donde robo yo, o en todo caso pide la vez y nos turnamos. [/pull_quote_left]En aquella liga de aforados se jugaba al robo en comandita del dinero público, que luego nos ha faltado para la educación, la sanidad, y las pensiones.
La independencia de poderes que define toda democracia era un cuento chino que cada día nos vendían gratis a la puerta del colegio, y en las cloacas del Estado social y de derecho había más tráfico y roedores que a plena luz del día.
Ese era el «consenso» que los unía: no robes tú donde robo yo, o en todo caso pide la vez y nos turnamos. Hagan cola que cada vez queda menos y no hay guarda, solo jueces venales.

Nuestra memoria es frágil, nada extraño ya que se premia el olvido. Como si los hombres o los países fueran esclavos de un presente olvidadizo, casi una realidad virtual.

Aquella gran unidad de acción, aquel cuerpo místico de lúgubres patrias suficientemente saqueadas por los gobiernos respectivos, casi una familia, hoy se ha roto. Nuestro esperpento nacional y nuestras cloacas atestadas, nuestros pequeños Nicolases y oscuros Villarejos, han hecho crisis. Cada vez hacen menos gracia y dan más miedo.

Cada vez hay más patriotas agresivos que consintieron fofos el desmantelamiento del Estado y hoy enseñan los dientes dando dentelladas al vacío.
Y mientras agitan banderitas y atizan con el palo a todo el que se les cruza por delante de sus cables hiperpatrióticos, los grandes coaligados siguen diseñando nuevos recortes a las órdenes del dinero para un futuro que nos pillará cantando un himno marcial. Dóciles y amaestrados. Camino del matadero de borregos. Enanos de mente y cebados de odio.

Toca jugar a las diferencias, a las identidades, a las dicotomías, al enfrentamiento, a los españoles y antiespañoles, a los buenos y los malos. Todo viene bien mientras distraiga al personal y disfrace nuestra auténtica realidad de fondo: somos una democracia de tercera división.

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