Opinión

2018

Mariano Rajoy y Carles Puigdemont, en La Moncloa.

[dropcap]N[/dropcap]o nos tiene que sorprender que Rajoy confunda (en el lapsus de Moaña) un año con otro dentro de una larga y pesada saga -la de su propio reinado- que nos tiene a todos al borde del éxtasis o del éxitus por aturdimiento.
Esta es sin duda la «era Rajoy», que sabemos cómo empieza pero no como acaba, ni cuándo, y que aunque no cuenta con el respaldo de la mayoría de votantes, cuenta sin embargo con el apoyo fiel de quienes traicionaron a los suyos: la “gran coalición”.

2018 se nos viene encima como se nos vino 2017, y como se nos vino 2016, en pantuflas y arrastrando los pies, envuelto en una capa de catalanitis tan gruesa y bien asentada como la capa de mugre que lo gripa todo: la de la corrupción y su acostumbrada secuela de miseria moral, civil y política. No falla.

Seguimos empeñados en digerir un bocado que nos hemos tragado sin cocinar y sin masticar. La cuestión catalana no es sino una secuela más de ese atragantamiento, pero una secuela que ya se ha hecho rutina y costumbre, y que ha venido para quedarse. Poco más o menos como todo lo demás.

La españolitis le ha hecho la réplica fiel a la catalanitis en un toma y daca lleno de banderas y banderazos, y en una dura competencia por ver quién tiene menos cabeza y descabezaba mejor al contrario, o quién cuelga más banderas por metro cuadrado de balcón. Mientras tanto, la sonda Cassini, de viaje por el espacio, dejaba entrever la posibilidad cierta de que en una luna de Saturno -Encelado- pueda haber vida. Esperemos que en caso de que la haya, no use aún banderas, porque entonces sería una pésima noticia, me temo.

En este año que se nos va, las cartas de amor han brillado por su ausencia y la inteligencia emocional se ha desplegado a golpe de porra maciza. Se echa de menos un romance entre montescos y capuletos, porque al final todos han vencido sin convencer ninguno. Algunos heridos y unos cuantos encarcelados, que al menos a mí me avergüenzan. Ahora bien, ya les anuncio, no hemos acabado de hacer el ridículo con este tema.

Hemos vuelto a comprobar que el rey no es de adorno, como nos dijeron, ni un símbolo de unidad, ni siquiera un árbitro, como nos dijeron también, sino alguien con intereses personales y familiares en según qué regeneraciones y reformas. Y además un símbolo muy útil para interiorizar una jerarquía cuasi divina, aunque en realidad tenga su origen en el comportamiento menos elaborado de los simios.

Ha sido este un año en que hemos vuelto a ser nominados por Europa por batir todos los récords en retrocesos de derechos sociales e incremento de la desigualdad. Esto se merece como poco un trocito de carbón.

Y ya que hablamos de energías, la bendita liberalización de las mismas, regalo del PPSOE, sigue rindiendo sus frutos a quien los tiene que rendir. La factura sigue subiendo para unos, los beneficios engordando para otros, y volvemos al brasero de cisco. ¿Hay algo más neoliberal y avanzado que el brasero de cisco?

Los medios públicos -es decir, gubernamentales- de desinformación siguen operando en modo catequesis, y al final de la prédica, como no podía ser de otro modo, el cielo pintado y prometido sigue sin presentarse a dar los buenos días. Las encuestas fallan y cada vez sirven para menos, como no sea de arma arrojadiza.

Dentro de la rutina que todo esto conlleva la novedad este año son «los rusos» que se nos han injerido en medio de la catequesis. Algunos «expertos» españoles han ido a dar su opinión sobre este tema trascendental ante una comisión del parlamento británico. Las caras de los parlamentarios británicos, que no daban crédito (literalmente) a lo que escuchaban sus oídos y veían sus ojos, eran todo un poema. Ya digo, no hemos acabado de hacer el ridículo, pero insistimos.

El proyecto de regeneración y reformas cuyo pistoletazo de salida fue el 15M, sigue en punto muerto. Tan muerto como todo lo demás, incluido el esfuerzo para encapsular en una urna del tiempo el brazo incorruptible de la transición. Seguimos siendo adoradores de reliquias. Y se nos van los años organizando visitas guiadas a estos despojos.

Todo sigue en su sitio, menos vivo y más viejo, pero en su sitio.
Un año más el número de «aforados» en España es incomprensible para el resto del mundo, y en eso como en tantas otras cosas seguimos dando la nota. Nada ha cambiado.

Y es que no es solo el Nodo y la catequesis lo que vuelve con fuerza, sino que como en los legendarios tiempos del Caudillo somos víctimas de nuevo de la incomprensión de Europa. En Europa no nos quieren. En Europa no nos comprenden. En Europa, donde cada vez pintamos menos, hay una campaña contra nosotros, dicen algunos. Y el culpable no es Bárcenas o Rajoy, los sobresueldos o las mordidas, las cloacas de interior o la ley mordaza. El culpable es Puigdemont.
Que el partido que sigue pilotando nuestra nave sea el más corrupto de Europa, no tiene nada que ver.

Lo dicho: no sabemos reivindicarnos, ni vender nuestra Marca, y lo que nos tienen en Europa es envidia. Igualito que antes. Sería oportuno y necesario volver a armar los tercios de Flandes para expandir por el mundo -a golpe de porra- las virtudes de nuestra democracia orgánica.

¡Vale!. ¡De acuerdo! Pero antes que deje de fermentar.

Lo único que anima el cotarro y llena el alma de optimismo, en este cambio de año, es que tenemos todos los deberes por delante. Ya es algo donde agarrarse.

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