[dropcap]A[/dropcap]bierto el baúl de los recuerdos, salen estos a borbotones. De mi estancia en los albergues del SEU, donde disfruté aquellos veranos juveniles, me vienen algunos…
Parece ser que en el palacio donde estuve en el 62, en Pueyo de Jaca, (Huesca), un albergue turístico ha sustituido al del SEU. ¿Les informarán a los que allí pernoctan que comparten la noche con un fantasma?
¡Pues así es! Y tiene nombre: Celina, o La Celina.
No sé cómo estará ahora el edificio, pero cuando estuve allí había una escalera de madera con amplio hueco. Los chicos dormíamos en un salón habilitado como dormitorio, con literas, arriba, a la derecha; las chicas, supongo que algo parecido, a la izquierda.
Nos contaron que hacía muchos años aquello era una casa solariega y que una institutriz, Celina, cuidaba de la niña primogénita de la familia. Un día ésta tuvo un accidente, y murió. La Celina se sintió responsable de aquello, subió al último piso, ató una cuerda a la barandilla de la escalera, y se ahorcó arrojándose por el hueco.
Y desde entonces, por la noche se oyen en aquel palacio, mucho tiempo abandonado hasta que lo adquirió el SEU, ruidos extraños y, a veces, gemidos lúgubres. ¡El triste espíritu de La Celina, que llora su pena!
Ya os podéis imaginar lo que provocó esta historia y su desenlace en nuestras almas juveniles. No era extraño que alguno de nosotros, con una sábana encima, tratase de asustar a las chicas. ¿Se acobardaban ellas? ¿Qué suponéis? Pues no. ¡No es eso! Respondían a nuestro esperada -y puede que ansiada- aparición con una zapatilla o una almohada arrojada o un bautizo. ¡Alegría sana, que a nadie hacía daño!
Era costumbre en aquellos benditos albergues del SEU que en la última noche se celebrase un baile, una especie de guateque, con discos de 45 rpm, de esos hoy casi fosilizados ya. Con ello se disipaba la tristeza de la despedida. En aquella ocasión hicimos también una ofrenda a La Celina, por habernos hecho pasar tan buenos y sencillos momentos de jolgorio. ¿Qué habrá sido de aquellos amigos y amigas circunstanciales de aquel verano? Casi mejor no indagar sobre ello…
En el 63, en el albergue de Santillana del Mar (hoy Cantabria) no había fantasmas. ¡Qué pena al no disponer de almas en pena! Pero sí había el gran compañerismo que era característico de los estudiantes de entonces. ¡Cómo nos ayudábamos en los exámenes! Creo que era mi compañero Fernando Fonollá el que nos despertaba todas las mañanas con un disco de sardanas conseguido en Alp el año anterior.
Un día hicimos una excursión a Santo Toribio de Liébana, en los Picos de Europa. Quedé sobrecogido ante el paisaje, impresión que, según parece, transmití genéticamente a mis hijos. No son las grandiosas, las imponentes cumbres pirenaicas. No. Es mucho más, por lo agreste, por sus profundos y verticales barrancos. ¡Y sobre todo por el hecho de que en aquellas duras breñas se inició la Reconquista! ¡Me prometí que allí llevaría algún día a Pili, que ya por entonces era mi novia!
Al pasar por Arenas de Cabrales, Miguel del Pozo me propuso probar el famoso queso de la región, que decían tenía gusanos. En una tienda de ultramarinos nos prepararon sendos bocadillos con ¡cuarto de kilo de queso! ¡Qué cara puso el dependiente cuando le dijimos que nos pusiese la mitad en cada uno! Tenía razón. En un bar nos lo comimos, regado con sidra de mazar. ¡Por la noche fue el dolor de tripa! ¡Mi primera indigestión!
Había en aquel bar un loro en una jaula. Pasó lo normal: acercarme a él y decirle lo de «Lorito, lorito«. La sorpresa fue que el animalito me soltó algo que me sonó muy mal.
-¡Venid, venid a oír lo que dice este loro!- dije a mis compañeros.
A la tercera ya lo dijo con toda claridad: «¡Maricón puta!». No decía otra cosa. No sé cómo, pero el caso es que se corrió la voz y todos mis compañeros, incluyendo al cura y a una monja que estudiaban con nosotros, pasaron por aquel bar para oír los disparates del loro.
Otro día habíamos salido unos diez o doce para estudiar las dolinas de los alrededores de Santillana. Estábamos descansando en una ladera cuando, de repente, vimos que una vaca descarriada venía corriendo hacia nosotros, azuzada por el paisano que venía detrás. ¡Qué desbandada! Fui el único que conservó la calma; cogí mi mochila y deje pasar al astado, que, al verme, frenó en seco. ¡No era más que una vaca asustada, la pobre! Los demás habían huido despavoridos en todas direcciones, saltando las vallas de piedra. Uno de ellos, Ramón Vegas, cayó en un campo de ortigas y hubo que llevarle al médico. ¡No he visto nunca un brazo tan hinchado!
Aquella tarde fue la única de mi vida en que tuve un gran éxito taurino, por mi parodia de Don Tancredo. ¡Pero no obtuve ninguna merecida oreja, ni siquiera vuelta al ruedo!
¿Os han gustado estas historias? No son inventadas. No. Lo que parece mentira es que siempre estaba yo metido en todos los charcos, sin buscarlos. ¡Parece como si fueran los charcos los que me buscaban a mí!
Otro día os contaré más.
0 comentarios en «El baúl de los recuerdos»
Estimado Emiliano.
Eres fuente inagotable de ocurrencias. Los lunes son ya especiales por tu aportación simpática y genuina que siempre nos ilustra.
Gracias siempre y feliz y prolífico año 2018.
Un abrazo.
Como siempre, te agradezco tu empujón. ¡Da gusto tener lectores como tú, amigo mío! Feliz 2018.
Cuanto nos cuesta escribir… Algo que contigo no sucede. Lo que nos cuentas es tan sencillo como gigante a la vez. Extraordinario.
Feliz 2018.
Un abrazo.
También me cuesta, también. Pero es mi descanso, mi gimnasia mental, que me hace sentir la vida…
Un abrazo. Y que tengamos un buen año.