[dropcap]S[/dropcap]i preguntáramos a un náufrago chapoteando en medio del mar que le corre más prisa, si nadar o pisar tierra firme, quizás añadiríamos a su desesperación un verdadero dilema.
El nadar o intentarlo es el gesto automático que se impone al náufrago que se está ahogando, pero lo cierto es que mientras no pise tierra firme no se librará de su condición de náufrago. Quizás incluso esté nadando en sentido contrario a la orilla próxima, adentrándose en el abismo.
Recientemente el Consejo de Europa a través del grupo GRECO (Grupo de Estados contra la corrupción) ha vuelto a dedicarnos una mención especial (y van unas cuantas) por la ínfima calidad de nuestra democracia.
La democracia española está desde hace ya demasiado tiempo en su naufragio particular, nadando (o ahogándose) en círculo, y mucho me temo que el dilema anterior ni siquiera se lo ha planteado, entre otras cosas porque no sabe que se está ahogando.
Todo esto -el naufragio y su rutina invariable- nos lo podíamos haber ahorrado si desde el principio no hubiéramos cogido el rábano por las hojas, es decir, si hubiéramos cogido la corrupción por las orejas, y con buen criterio la hubiéramos colocado con las largas de burro donde se merece: en un rincón y de cara a la pared.
La falta de interés en esta noble tarea por parte de quienes la podían haber llevado a cabo, demostró desde el principio que importaba más conservar la maquinaria que condujo a aquello, que las consecuencias que pudieran derivarse de tamaña negligencia, alguna de las cuales cada día que pasa toma más fuerza.
El futuro siempre despliega un amplio abanico de incógnitas que a los cándidos optimistas les lleva a creer que las cosas se arreglan por si solas en virtud de una inercia mecánica indistinguible del aburrimiento. O que vivimos en el mejor de los mundos posibles, donde el mero juego del azar conduce indefectiblemente al abandono de las malas prácticas, y el exceso ventajas y beneficios que atesoran los corruptos es la mejor esperanza de que algún día se sacien los pobres y se consuelen los estafados.
Esta justicia mecánica por rebosamiento, además de una idea peregrina es tan incierta como que los tramposos un día se levantarán honrados -una suerte de mutación por radiación ultravioleta- y que a partir de ese milagro, hijo de una carambola, la evolución de los hechos humanos y políticos será muy distinta.
La corrupción -como la mafia- empieza siendo una costumbre que se consiente para acabar siendo un rito que se alaba. Por tanto, esperar esos frutos tan saludables de una corrupción consentida y libérrima, es como esperar que el olivo de naranjas. Y sin embargo esa fe tan insensata, es lo que en nuestro tiempo estragado y huero de ilusiones se llama realismo político.
De aquí a considerar que el Estado es una ficción y la Ley una metáfora que no hay que tomarse demasiado en serio, hay muy poca distancia. Y sin embargo estos son los principios invisibles que rigen el comportamiento de nuestros nuevos Superhombres.
Al final, lo que ha rebosado no ha sido la riqueza sino la indignación y el hartazgo de amplios sectores de la sociedad, debiendo temerse que superado el punto de no retorno la tierra firme estará cada vez más lejos y el agua será cada vez más profunda. Algunos avisos ya tenemos que advierten que la flecha del tiempo que siempre es incierta también es irreversible.
Recientemente (5 de enero) El País, órgano oficial del IBEX, se ha desmelenado con un editorial “crítico” hacia el “sistema” donde pone en duda la calidad de nuestra democracia, introduce la sospecha de que esta no pasa de mero espejismo, y califica la situación de bochorno generalizado. Sin embargo lo más chistoso viene al final de tan corrosiva reflexión cuando augura que la solución a esta situación dramática vendrá de PSOE y CIUDADANOS, y digo que es chistoso más que nada porque dichos partidos, que junto al de Rajoy constituyen la “gran coalición”, son los que con su respaldo (o espaldarazo) al partido de la corrupción (cuyos votos eran insuficientes) han propiciado que la corrupción en nuestro país goce de espléndida salud y haga alarde de hierática indiferencia.
Y es que cuando el naufragio se contempla desde un yate, no corre prisa.
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