[dropcap]C[/dropcap]uando Millán Astray en un discurso de recepción de los caballeros legionarios (lo de caballeros es un decir) dijo aquello de “aquí habéis venido a morir» (qué manía tenía este hombre con la muerte), es claro que no estaba utilizando circunloquios.
Ante tal recibimiento, cualquier animal sano, incluso de la especie humana, habría preguntado inmediatamente y también sin circunloquios: ¿dónde está la puerta?
La «altura de las circunstancias» es una cumbre retórica a la que se asciende no en línea recta sino en espiral, sinuosamente y mediante circunloquios. A veces la altura de las circunstancias no es una cumbre sino el espejismo de una depresión, y confundimos el descenso con un ascenso, la caída con un vuelo, el heroísmo con la idiotez.
En estos casos la “altura de las circunstancias” se parece más a un embudo o a un sumidero por el que nos despeñamos girando como en un tío vivo, semejante al infierno de Dante, o a uno de esos maelström vertiginosos y succionadores que describió el marinero de pesadillas Edgar Allan Poe.
Por eso cuando nos inviten a subir a «la altura de las circunstancias» (o a morir voluntariamente) hay que tener mucho cuidado dónde ponemos el pie, no caigamos en el engaño y en un pozo de cuyas sombras resbaladizas sea ya muy difícil salir.
Si en vez de a la orografía político-militar nos referimos al lenguaje, cabe decir que el circunloquio puede ser cortesía de la elegancia o instrumento de la mentira (que es el polo opuesto de la elegancia), un medio para acercarse con tacto cortés a la dura realidad o un medio sinuoso de colocar inadvertidamente a un primo una mercancía averiada que nosotros no tenemos ninguna intención de catar.
En estos segundos sentidos es como más se prodiga el circunloquio en el ámbito político, tan pródigo en múltiples sentidos como en dobles lenguajes, y así podemos ver como el circunloquio sirve para llegar, dando un rodeo, al concepto o la idea que se quiere expresar y ocultar al mismo tiempo. Una forma de vender la verdad en la que uno mismo no cree.
El no enunciado explícito de lo que en el fondo se quiere enunciar, nos confirma que estamos ante un baile de máscaras donde lo más propio es el revoloteo de manos con que el trilero nos despista para vendernos la moto.
Pongamos un ejemplo práctico: cuando desde algunos ámbitos del PSOE (verbigracia el artículo reciente de Rodríguez Ibarra en El País) se reclama que el PSOE debe estar «a la altura de las circunstancias», circunloquio para pedir una vez más la «gran coalición”, se está pidiendo en realidad que el PSOE se ponga no a la altura de las circunstancias, sino a la altura del PP, bendiciendo las circunstancias que el PP fabrica en serie y propina sin contemplaciones.
Y aclarado que no es la altura de las circunstancias sino la altura del PP lo que Ibarra reclama que el PSOE refrende e imite, luego ya debatimos y dilucidamos de qué alturas o depresiones estamos hablando.
Por lo pronto muchos sabemos o creemos saber empíricamente a qué altura está el PP, es decir, a qué altura ha elevado la corrupción y a qué nivel ha hundido el Estado de derecho, circunstancias ambas que mantienen una evidente relación de dependencia. Una cosa lleva a la otra, de la misma manera que las cloacas de interior llevan a la ley mordaza.
Supongo que ponerse a la altura de las circunstancias en estas circunstancias es comulgar con el PP en su aserto preferido: que todo va bien, sin concretar para quién. Es decir, suscribir una fábula. Y así, ya desde el principio comprendemos que estar a la altura de las circunstancias implica sin duda un sacrificio, nada heroico por otra parte, que no puede empezar de peor manera que sacrificando la verdad. Esto para algunos políticos no supone un gran esfuerzo, dicho sea de paso.
Se prodigarán luego, a lo largo del pacto de coalición, muchos otros sacrificios cuyo denominador común será que nos resulten (a los firmantes del pacto) bastante ajenos y nunca nos toquen de cerca. Ya es casualidad.
Siempre tendremos a mano y a la vista del público receptor del mensaje el «bien superior» que justifica cualquier cosa, pero sin entrar en detalles si este bien superior es el bien de todos (o interés general) o el bien de unos pocos identificados con la superioridad y su bien.
Y todo esto a vueltas de la aprobación de los presupuestos (del PP) olvidando oportunamente que dichos presupuestos son un medio y no un fin, y lo mismo pueden servir para ahondar el mal que para revertirlo.
Ahora bien, estimar esa aprobación como un fin en sí mismo, y como un bien superior indefinido que nos pone a la altura de las circunstancias, ya dice mucho de nuestros circunloquios, medios y fines.
Quizás el problema del PSOE de las alturas (de las circunstancias), tal como lo reivindica Ibarra, es que cada vez resulta más distante y ajeno, pero sobre todo menos creíble. ¡La gran coalición! ¡Vaya novedad! ¿Y qué es lo que hemos tenido todos estos años?
El neoliberalismo, que tanto proclama de cara a la galería las virtudes de la intemperie, pero en cuanto quiebra una autopista o un banco pide rápido el rescate al Estado (ese rescate sí es compatible con la posmodernidad), si nota un poco de frío o de corriente corre raudo a cerrar la puerta, y se enroca tras una estrecha y opaca coalición de intereses que pronto degenera en el consabido y monótono cambalache bipartidista, aquí conocido como PPSOE.
La gran coalición que se pide ahora existe de facto desde hace tiempo, es la que nos ha traído hasta aquí, a este escenario de corrupción sistémica y ausencia de democracia real y efectiva. Nunca un impulso de coalición ha defendido intereses tan estrechos y ha producido efectos tan disolventes. Pura paradoja.
Y por lo mismo: nunca el tiempo discurrió tan lento ni la desintegración tan rápida.
No se preocupen: a los cascotes que caen los llamarán confeti.
A veces cuando la solución de los problemas se hace de rogar y tarda en llegar más de lo que nos habían dicho, debemos abrir mejor los ojos y preguntarnos con prudencia si esa solución tantas veces anunciada está en el programa o por el contrario ni está ni se la espera.
Pudiera ocurrir que así como se nos informa sinuosamente y mediante circunloquios se esté gobernando mareando la perdiz, no porque se desconozca la naturaleza de los problemas ni su posible solución, sino porque no se quiere reconocer lo uno ni aplicar lo otro, declarando a fin de cuentas el problema como insoluble para hacer crónica y llevadera la solución, que sin solucionar nada, a nosotros, los coaligados, nos vale.
Pongo otro ejemplo: convencernos a los ciudadanos cotizantes de que las pensiones públicas (como casi todo lo público) corresponden a un mito del pasado incompatible con la posmodernidad, pertenece a esa altura de las circunstancias a la que se nos invita a subir, uno de esos ascensos donde lo prohibido y vertiginoso no es mirar hacia abajo sino hacia arriba, y comparar. Una caída y no un vuelo. Un sumidero y no un puerto de montaña.
El neoliberalismo, que tanto proclama de cara a la galería las virtudes de la intemperie, pero en cuanto quiebra una autopista o un banco pide rápido el rescate al Estado (ese rescate sí es compatible con la posmodernidad), si nota un poco de frío o de corriente corre raudo a cerrar la puerta, y se enroca tras una estrecha y opaca coalición de intereses que pronto degenera en el consabido y monótono cambalache bipartidista, aquí conocido como PPSOE.
Esa ha sido toda nuestra historia reciente. Y no contentos con los destrozos, quieren repetir.
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