El pasado domingo, primero de abril de 2018, nos dejó mientras dormía en su casa de Trefacio, por los montes de Sanabria, María del Carmen Calvo Sánchez -para los cercanos siempre Carmina-. Había pasado la tarde tomando el sol en la nieve de su jardín, y quiso acostarse pronto, cansada. La acompañaba Fausto, su esposo, y Ana, una de sus tres hijas. Desde hacía un tiempo le afectaba una enfermedad degenerativa, que no había mermado en absoluto su diáfana claridad mental, pero sí su movilidad y su capacidad de comunicarse con fluidez. Era evidente que lo pasaba mal. Tenía solo 72 años.
Siempre es pronto para morir, y más para los seres queridos. Nos dejó con sigilo; no sólo este domingo pasado, en que simplemente dejó de respirar, sino también nueve años antes, cuando dejó la vida universitaria, que había sido para ella durante largo tiempo centro de preocupaciones y de desvelos, incluso siendo Decana de la Facultad de Derecho. Carmina era de las personas que no se toman nada a medias, lo que afrontaba lo hacía con seriedad y rigor castellanos, pero también con la dulzura de una madre paciente. Así había sido su paso por la Universidad de Salamanca. Cuando tuvo a sus cachorros universitarios algo crecidos, sintió que tenía una deuda pendiente con su propia familia a la que quería dedicar más tiempo, y entendió que podía dejar el área de Derecho procesal en manos en las que confiaba, aunque eran en verdad muy inexpertas.
Tiempo habrá de glosar sus amplios méritos y de recordar los esfuerzos denodados que conllevó ser la primera catedrática de Derecho Procesal de la universidad española en octubre de 1987. Su obra escrita es amplia, aunque bastante dispersa. Hace pocas semanas tuve la súbita intuición de comprometerme con ella públicamente a recuperar aquellos de sus trabajos que conserven mayor actualidad y procurar su difusión para enseñanza de todos. Pero hay muchas más cosas que poner de manifiesto, la mayoría de ellas intangibles.
En una época lamentable de divisiones y encontronazos entre los procesalistas españoles, ella -tan frágil como era en apariencia- se batió el cobre para defender a los suyos y nos dejó en herencia, entre otros regalos, un sentimiento de grupo, de escuela, en ningún momento excluyente sino abierta a todo el mundo, pero muy identificada con su actitud personal de hacer las cosas lo mejor que supiéramos y de compartir abiertamente nuestros éxitos y nuestros pesares.
Ahora nos queda recordarla todos los días. No será nada difícil. Para los que hemos convivido con ella tantos años sería imposible no hacerlo. Lo complicado es adaptarnos a su ausencia física, no poder ir a verla para contarle las últimas novedades y recibir sus siempre luminosos consejos. Con ella ocurría que su mera escucha nos reconfortaba y nos fortalecía. Nos hará falta; pero procuraremos sin duda honrar su memoria lo mejor que sepamos.
Descanse en paz.
Lorenzo M. Bujosa Vadell
Catedrático de Derecho Procesal