– ¡No sabe usted cuánto le he echado de menos!
– Lo mismo digo. Pero la necesidad obliga. Tuve que atender a mi hermano, que vive en un pueblo de Valladolid…
– ¿Y ya está bien?
– Sí. Gracias a Dios, ya se ha recuperado.
– ¿Valladolid? ¿En qué pueblo?
– En Torrelobatón.
– ¡Hombre! He parado varias veces allí. ¡Qué castillo más impresionante tiene! De los Almirantes de Castilla, aunque ahora, por bailar a la moda, lo llaman de los Comuneros…
– ¿Lo conoce?
– No tuve ocasión de entrar. Siempre que fui estaba cerrado. Muchas veces me he preguntado si aquello que se dice del «Mar de Castilla» es por ser la sede de los Almirantes, los Enríquez, o porque parece una gigantesca nave que surca las ondulantes superficies de cereales, batidas por el viento…
– Pues en una bocacalle que da a la Plaza Mayor vive mi hermano.
– No me entretuve mucho en el pueblo, atraído siempre por visitar esos casi desconocidos parajes de los Montes Torozos, desde que tuve mis primeros contactos, por cierto, negativos, en Urueña…
– ¡Ah! ¡Urueña! ¡La Villa del Libro!
– Si. Efectivamente. Es muy importante lo que se hizo en esta hermosa villa, que ostentó el título de ser la única población que tenía una librería sin ser capital de provincia. Hoy se ha convertido en un gran foco cultural con su Centro Etnográfico, sus museos, sus librerías y otras exquisiteces. ¡Y qué vistas se aprecian desde la muralla! Luego, abajo, en el llano, hay una preciosa iglesia románica, de las pocas de estilo lombardo –que hoy algunos pretenden llamar «catalán»– en tierras castellanas…
– ¿Y qué le ocurrió en Urueña?
– Pues que las dos primeras veces que fui, hace ya muchos años, no pude bajar del coche por la fuerte nevada que estaba cayendo. A la tercera, por fin, pude extasiarme recorriendo las calles y la muralla.
– Supongo que le encantarían los Montes Torozos.
– ¡Ya lo creo! Me cautivaron desde el primer momento. Tienen algo especial, que Miguel Delibes supo plasmar muy bien en sus obras. ¡Recorrer aquellos páramos tan áridos, o aquellos trigales tan planos, que te dan una sensación de llanuras sin fin, como si, efectivamente, estuvieses en un mar…! Y, de pronto, bajar un barranco y encontrar esos verdes valles arbolados…
– Me parece que está usted recordando la llegada a La Espina o a San Cebrián de Mazote. ¿Noo?
– Pues sí. Aunque ambas son totalmente diferentes. La Espina me pareció como un oasis en medio del desierto. Pero San Cebrián…
– Es sorprendente ¿verdad?
– Al llegar parece como una aldea típica de la zona. Una más, con sus casas bajas, la iglesia con su espadaña, como tantas… Claro está que si te fijas un poco adviertes los modillones… Pero entra uno en el templo y queda anonadado ante esa explosión de luz y de belleza. ¡Sí! La primera vez que la vi sentí una de las impresiones más fuertes de mi vida. ¡Es que no te lo esperas! ¡Qué maravilla! ¡Qué arcos de herradura! ¡Qué bien aprovechados los volúmenes arquitectónicos! Y pensar que lo construyeron monjes anónimos que combinaron, allá por los comienzos del siglo X, el conocimiento visigótico con su experiencia cordobesa, consiguiendo una obra maestra del arte mozárabe o de la Repoblación. En sitios así te convences de aquello que dicen es el genio español, capaz de producir monumentos como éste, sin par en el mundo.
«En este lugar es fácil imaginar un grupo de fugitivos cristianos, huyendo de las penurias que padecieron en el califato, no sé si por persecución o por hambruna o peste, que encontraron este refugio escondido entre páramos inhóspitos. Tan escondido y apartado de las vías de penetración, que la iglesia se salvó de la depredación y exterminio del terrible Almanzor. ¡Cuántas maravillas se destruirían en aquellas razzias, que motivaron el terror al año mil, supuesto fin del mundo!
«Por lo visto, San Cebrián de Mazote fue un antiguo monasterio, abandonado después para trasladarse sus monjes a la Sanabria zamorana, quedando como una simple parroquia. Sufrió, ¡cómo no!, algunas transformaciones a lo largo de los siglos pero se respetó siempre el sentido original, salvo la espadaña, que es un añadido moderno, creo que del XVIII o XIX. Aunque hay quien no está de acuerdo con esas trasformaciones o recreaciones.
– ¡Cuánto me alegra saber que comparte mi admiración por esa obra maestra, tan desconocida por el gran público!
– Pues sí. Aunque creo que para disfrutarla hay que hacerlo en soledad o con poca compañía, y no con masas ingentes de turistas, pendientes tan solo de hacer unas fotos o llevarse un recuerdo, sin apreciar nada del lugar maravilloso donde están.
-¡Qué razón tiene!