Opinión

Herejes

Giordano Bruno.

[dropcap]E[/dropcap]s sabido que de la mano de una política decididamente retrógrada, nuestro país se ha adentrado en un túnel del tiempo que nos devuelve como lectura aprovechable la «Historia de los heterodoxos españoles», de don Marcelino Menéndez Pelayo. Conviene por tanto familiarizarse de nuevo con el término de hereje y poner al día los métodos de la persecución para identificar el renovado olor a carne quemada que flota en el ambiente.
Al final toda fe que se sabe engaño viene definida por la cantidad de mordazas que necesita para exaltar su espejismo, y la de Don Mariano, pater de famiglia numerosa, necesita de muchas.
¿Qué mejor forma de darles pábulo que elevarlas a la categoría de ley?

Y ya que hablamos de mordazas, hablemos de Giordano Bruno, al que le pusieron una para que no hablara.
¿Y de que hablaba Giordano Bruno? Pues de la pluralidad de los mundos y de la extraña maravilla -según la física antigua- de que esos mundos estuviesen habitados. Esa cosmología, tan contraria al canon oficial, le fascinaba tanto como nos fascina hoy. Sin duda, la lengua avanzada e insolente de  Giordano Bruno (a años luz de sus ortodoxos contemporáneos) se habría topado hoy con las mordazas mezquinas de Don Mariano Rajoy y compañía.

Cuentan que cuando Don Marcelino Menéndez Pelayo (ese apologista ultraortodoxo que nos hizo estimar a los herejes), rebuscando entre papeles y libros viejos, encontraba algún ejemplar raro y de valor, se le notaba enseguida por una especie de tensión contenida, llena de emoción y avidez, que le hacía jadear. Todo sucedía como si la rareza de lo encontrado exigiera un esfuerzo extra a su corazón, y ello le sumiera en una trabajosa disnea, a la que concurrían la sorpresa del hallazgo y el polvo de los anaqueles. Polvo, pero no enamorado, sino encendido en ira apologética:
«Mil muertes merecían», decía nuestro sabio y piadoso autor de aquellos atractivos y peligrosos herejes, algunos de los cuales acabaron en la hoguera.

Supongo que esta breve crisis respiratoria, con su parte de descarga endocrina, debía ser de campeonato cuando daba con algún ejemplar de mérito… quizás un abate Marchena (traductor de Lucrecio y de su «Rerum natura»), o cualquier otro, igual nos da, porque lo cierto es que tras leer el fanático estudio de don Marcelino sobre los herejes de nuestra patria, esos heterodoxos crecen ante nuestros ojos tanto como nuestra patria mengua, y no pocos de ellos se nos antojan hoy gente admirable cuando no modelos a imitar, sobre todo si los comparamos con el canon ortodoxo y los estériles discípulos del padre Astete.

Por esos piques que a veces tienen los intelectuales entre sí, pues son gente vanidosa, Unamuno, decía -probablemente con sorna- que nuestro sabio polígrafo Don Marcelino estaba muy estropeado por la bibliofilia. Opino yo, con todos los respetos que me merece la opinión de Unamuno, que si acaso estaba muy perjudicado, aquel sabio, por la fe del carbonero, según la llaman, y ni la bibliofilia, que tantas perspectivas saludables abre, ni el contacto con los herejes, que tantas oscuridades disipan, le habían curado de ese mal.

Todo esto viene a cuento porque según vengo observando a mí me ocurre algo parecido a lo que le ocurría a Don Marcelino, cuando encuentro un articulista que no repite exactamente lo mismo que los tertulianos de la RTV, pública o privada (que casi todas son del gobierno), o alguna reflexión escrita que no refleja mecánicamente lo que proclama la oficialidad reinante como un loro dentro de un coro, o algún pensador que se atreve a desviarse del carril trazado por la rutina ambiente y a pensar de forma diferente de cómo ordena la santa madre del mercado.
Este tipo de hallazgos inesperados en medio de la uniformidad ambiente, equivale a encontrar un incunable oculto en un fajo de revistas del corazón. De ahí la emoción que muy pocos comprenden: nuestra élite siempre ha sido masa.

El hallazgo de esas rarezas, me produce a mí también una suerte de crisis de avidez lectora, llena de emoción y esperanza, dando casi gracias al cielo por encontrar algún hereje sobre esta tierra tan bien avenida con su patrón, legislador y amo. El actual monoteísmo o monoliberalismo unificador y estéril es tan poco liberal que acongoja, y tan poco saludable que intoxica. Siempre es un alivio poder leer a estos descarriados de la fe única, que en vez de decir amén dicen que te den, al ídolo unánime de los más.

Pienso en un Juan José Millas, que combate el piélago de esta letrina con espíritu kafkiano y socarrón, devolviendo al absurdo su propio reflejo deforme; o en un Manuel Rivas, dulce humanista gallego «Contra  todo esto»; o en Josep Ramoneda; o en Antonio Muñoz Molina; o en Manuel Vicent, que en artículo reciente solo veía salvación en la huida de “todo esto”, al estilo de los viejos epicúreos… o en Emilio Lledó, que con espíritu ático recupera para nosotros el aliento rebelde y humanista de los cínicos.
Todos ellos brillan con luz propia en esta caverna de reflejos mendaces, donde los ecos de la mentira se confunden con la verdad.
Su hallazgo sorprende y su lectura desintoxica.
Gracias a ellos, la línea editorial que desciende del cielo omnipotente como un rayo helador no lo quema todo.

Y ya que hablamos de hogueras volvamos a Giordano Bruno, con el que la sabiduría antigua abrió una  brecha en la oscuridad  medieval, “renaciendo”, y la cosmología se adentró definitivamente en el territorio del futuro. Stephen Greenblatt nos recuerda en su obra «El giro» la influencia del «Rerum natura» de Lucrecio en la visión del cosmos y del universo que tenía Giordano Bruno, cosmología avanzada que chocaba frontalmente con la cosmología raquítica y pedestre del canon oficial.

Su cuerpo fue quemado por una iglesia fanática (con más poder político que fe en el hombre), pero sus ideas siguen vivas. Más vivas que las de sus asesinos de mitra y cetro. Alguno de ellos, santificado.

Adriana Ocampo, directora del Programa Nuevos Horizontes de la NASA, entrevistada estos días por el País, comentaba la alta probabilidad de que en los próximos años, quizás en la próxima década, quizás en el curso de nuestra propia vida, encontremos vida extraterrestre en otros mundos, en esa pluralidad de mundos de los que hablaban Bruno o Fontenelle.
Ellos siguen vivos. Los que están muertos y bien muertos son sus inquisidores.

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