[dropcap]A[/dropcap]unque no siempre, sucede a menudo que llegar tarde es llegar mal. Esto de llegar tarde y mal, o no llegar, se ha convertido casi en una constante gravitatoria de nuestro país, cuya órbita de giro es solipsista, anómala, y elíptica. Si parece que ya se acerca al ansiado fin de una normalidad democrática, es solo para darle esquinazo de nuevo, coger impulso e irse un poco más lejos.
Da grima y causa perplejidad que aún no hayamos podido librarnos (físicamente) y liberarnos (espiritualmente) de un pasado que en cualquier país normal de Occidente causaría congoja y pesadillas.
Siempre a contracorriente de nuestro entorno natural, nuestro país fue fascista durante 40 años, que es como marchitarse en un universo paralelo que no rula y nunca se acaba.
Una anomalía tan grave y tan longeva deja en la tierra sus semillas en forma de esporas, y en el cepellón del trasplante una red tan tupida de raíces marchitas y enmarañadas, que lo menos raro será que el pasado rebrote cada dos pasos y lo nuevo no acabe nunca de florecer.
Andamos todavía a vueltas con el cadáver (que ya será polvo estéril, ni siquiera abono) del tirano, con su mausoleo de víctimas propiciatorias, sus apropiaciones indebidas y sus crímenes sin esclarecer ni reparar. No nos libramos de esa vergüenza.
Cómo sigamos así, en el reloj de la Historia nos darán los siglos, y no es cosa baladí y sin importancia, porque es una rémora que nos ata los pies y lastra el espíritu.
Seguimos sin sintonizar con las frecuencias en que emite la democracia porque las antenas de nuestro aparato receptor tiene telarañas del tiempo de las catacumbas del fascio y la esvástica.
Y así como la sombra del pasado es alargada, la sombra de la corrupción que germina en ese pasado también lo es. La corrupción es costumbre como lo es el miedo. Ambas, corrupción y miedo, siguen siendo parte fundamental de nuestra atmósfera espiritual y política, un cordón umbilical que nos une a nuestro pasado más oscuro.
Nuestra corrupción -y esto es cada vez más evidente- se inicia en las más altas esferas del Estado, desde donde por gravedad infiltra el resto del tejido institucional, incluidas esas Instituciones que se dicen independientes
Cuando parece que con el PSOE de Sánchez llega el cambio, lo que llega es el pasado que no se va. Lo preveíamos.
Dijo que derogaría la reforma laboral, hasta que llegó al poder. Luego ya no.
Dijo que publicaría la lista de beneficiados por la amnistía fiscal, hasta que llegó al poder. Luego ya no.
Ahora improvisa a toda prisa toda una parafernalia de excusas para impedir y bloquear que se investigue la corrupción de la monarquía. En esto no se diferencia el PSOE de Sánchez del PSOE de González (beben y viven del mismo pasado), ni de esos órganos judiciales o de esos servicios de inteligencia que más que proteger a la nación de la corrupción, parecen querer proteger a los corruptos de la justa indignación de los ciudadanos.
Sánchez nos sigue confirmando lo que ya sospechábamos: llegó al poder para que el pasado no se fuera.
Nuestra corrupción -y esto es cada vez más evidente- se inicia en las más altas esferas del Estado, desde donde por gravedad infiltra el resto del tejido institucional, incluidas esas Instituciones que se dicen independientes. De ahí la dificultad de combatirla y erradicarla. Y también la facilidad de convertirlo todo en desorden primero y en farsa después.
Cuando en reciente editorial El país alerta de que determinados comportamientos de las Instituciones y de los más altos estamentos del Estado pueden hacer perder legitimidad a nuestro sistema, llega con su aviso también tarde y mal. La legitimidad hace mucho tiempo que se perdió. Estamos ya en la fase de farsa. El cambio nunca llegó.
Nuestro presente vomitivo se debe a un pasado indigesto y aún sin digerir. A aquella tiranía que duró cuarenta años corresponde está otra cúspide del poder sobre la que no se puede hablar y que es inmune a los requerimientos de la justicia.
Nuestra anomalía continúa y se sucede con automatismo dinástico.
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