[dropcap]N[/dropcap]o deben ser pocos los motivos del descrédito creciente de los sindicatos sí nos atenemos al número de descontentos y al escaso entusiasmo de la afiliación.
Siendo ese descrédito un hecho grave y poco saludable para una democracia, considero sin embargo justificada la crítica porque salvo honrosas excepciones (que las hay) nuestros sindicatos parecen adocenados y cómodamente integrados en el «sistema».
El «sistema» al que me refiero es el resultado final de un proceso degenerativo al que nadie ha puesto freno, o bien porque todo ha sucedido muy rápido o bien por un miedo cerval a irritar a los «amos».
Lástima, porque ese miedo (que no es prudencia sino irracionalidad) nos devuelve a nuestra condición más infantil.
Así como los niños -salvo unos pocos- consideran que los adultos siempre tienen razón, los ciudadanos acoquinados presuponen que el «sistema» nunca se equivoca, y si ahora toca involucionar y perder en un santiamén todos los derechos conquistados durante siglos, pues será que no hay otra alternativa. Los expertos son ellos, no nosotros.
Por cierto ¿quiénes son y a sueldo de quién están esos expertos? ¿Se aplican ellos mismos las duras medidas que nos aplican a nosotros?
¿La sabiduría de estos expertos consiste en algo más que en justificar el poder omnímodo y contraproducente de los dueños del dinero?
Este estrechamiento del campo visual, y esta asfixia de las alternativas de futuro, es muy propio de los momentos ideológicos planos y monolíticos, que dejan en muy mal lugar a la imaginación humana, y en muy buen lugar a la propaganda dogmática y desmoralizante.
A lo plano del presente le corresponde lo angosto y temeroso del futuro.
Si el mundo de los niños se inicia en una atmósfera de cuentos mayoritariamente escritos por adultos (algo que parece inevitable), el mundo de los ciudadanos con miedo germina en el terreno fértil de la manipulación y las mentiras oficiales. En este último escenario, el «sistema» (incluido el rey) siempre es adulto y responsable, y los ciudadanos de a pie siempre son infantiles e inseguros.
Síntoma grave de nuestra situación es que los sindicatos, o al menos muchos de ellos, han pasado a formar parte integrante y consustancial de «este» sistema. Ahora bien, mi crítica a los sindicatos, como la de otros muchos descontentos (o al menos eso me parece a mí), está muy lejos de perseguir los mismos objetivos que los reaccionarios discípulos de Margaret Thatcher, entre cuyos paradójicos admiradores se encuentra un conocidísimo exlíder socialista español. Así nos va.
Mi crítica no persigue la desaparición de los sindicatos (objetivo final de la dama de hierro y sus secuaces), ya nos refiramos a su desaparición literal y efectiva o a su falsa pervivencia tras una cáscara vacía. Muy al contrario, mi crítica aspira a unos sindicatos fuertes capaces de contrarrestar la podredumbre del sistema, en vez de fermentar y vegetar dócilmente a su sombra.
Si nos atenemos al espíritu y los orígenes de esta fuerza democrática, debemos concluir que el sindicalismo ha degenerado bastante y no es ni la sombra de lo que fue. Es comprensible por tanto la duda que plantea sobre el lugar que ocupa o a quien defiende. ¿De qué lado están? ¿Son operarios a las órdenes del patrón?
Ya sé que hablar de «lados» o «bandos» es políticamente incorrecto, y que por imperativos del modelo en curso ya no hay clases. La clase media se esfumó en algún limbo líquido, y esa inmensa muchedumbre de explotados (el precariado) es demasiado miserable, dispersa, y asustadiza, como para tener «clase». Toda relación eficaz entre ellos se ha vuelto gaseosa.
Ahora bien, cuando hablo de «bandos» o de «lados» no hablo de enemigos (soy pacifista convencido) sino de intereses enfrentados, y siempre está feo que los intereses del 1% se impongan y machaquen a los intereses del 99% restante. Parece poco justo, poco democrático, y poco humano. Además de poco sensato y razonable si nos fijamos en las consecuencias.
Síntoma grave de nuestra situación es que los sindicatos, o al menos muchos de ellos, han pasado a formar parte integrante y consustancial de «este» sistema.
Cierto es que explotados siempre ha habido, pero incluso en tiempos más difíciles conservaban la suficiente fuerza y habilidad para unirse y progresar en sus justos derechos. Porque digámoslo ya: no son pocos.
Y no es que el número ni la masa deba constituir el argumento último del criterio justo, pero entiendo que la situación actual de «desigualdad extrema» a favor de un 1% de la población que impone su modelo e intereses al resto, no es de justicia, y es tan grosera en su cualidad como lo sería el argumento de la cantidad sin más matices.
Pero es que hay algo más que la cantidad de damnificados por este engranaje desigual, está también el sentido común que une la eficacia a la justicia. ¿O es que debemos esperar colaboración sincera y eficaz en un proyecto social o político (ejemplo Europa), o empresarial, de aquellos cuyos intereses no están bien representados en dicho proyecto o incluso resultan perjudicados por él?
Ese 1% de privilegiados es una piña, gira en sus puertas giratorias y se compacta como una bola, sujetos además a una justicia distinta y a la carta, de primera clase, cuando no acampa a sus anchas en los paraísos fiscales, depósito final de tantos fraudes y sepulcro blanqueado de tantos delitos. Así se retroalimenta en su círculo vicioso y aumenta su poder.
Los demás, que son mayoría, parecen desorientados y confusos. Antaño supieron unirse y lograron fuerza y representación política. Los sindicatos fueron su instrumento más eficaz.
Si en nuestro país se suceden sin oposición las reformas laborales que han reducido al mínimo los derechos de los trabajadores, dando pábulo y extensión al precariado y la pobreza; si las pensiones se recortan y se intenta con denuedo su eliminación; si los servicios públicos esenciales se privatizan aumentando la factura y empeorando el servicio, o nos endilgan la deuda si el negocio privado de los compadres fracasa, es merced a la alternancia asfixiante y meramente cosmética del bipartidismo en el poder, y a la nula eficacia de los sindicatos. Ese es el trípode de nuestro desastre actual.
Si los trabajadores interinos de los servicios públicos españoles (hasta en esto somos singulares) han podido ser estafados impunemente durante décadas por la propia Administración española representante de la legalidad, víctimas de un «fraude de ley» y de una discriminación tan prolongada como injusta, es por las mismas razones dichas y porque la empresa pública emplea ya sin ningún escrúpulo los mismos métodos «desregulados» y «neoliberales» que la empresa privada. Métodos que rozan el delito cuando no caen de bruces en el. Todo ello solo es explicable por la nula eficacia de los sindicatos cuando no se debe a su colaboración eficaz en tales métodos.
De hecho en las soluciones buscadas a este fraude de ley, que no incluyen el reconocimiento de los derechos adquiridos por los interinos estafados (sería lo mínimo cuando no la indemnización), algunos sindicatos están colaborando con la Administración explotadora y autora del fraude en desarrollar un ERE que equivale a echar tierra sobre el asunto del fraude y hacer desaparecer a sus víctimas.
¿Han calculado estos sindicatos el desprestigio añadido y acumulado que esto les va a acarrear durante larguísimos años? ¿Es tanta su indiferencia ante la mayor o menor afiliación, que desconocen lo que los trabajadores interinos suponen al respecto?
¿Está indiferencia, incluso de orden ético, hacia el problema de los interinos estafados (muchos en una etapa ya avanzada de su vida laboral) puede explicarse por su vergonzosa dependencia de un sistema viciado al que deben servidumbre?
Un elevadísimo porcentaje de sus afiliados son interinos. No importa ni parece importarles que sus derechos hayan sido estafados durante décadas para culminar en un ERE inspirado en una política thatcheriana de recortes. Solo parecen tener oídos para las órdenes de la Administración autora del fraude, calificativo que merece todo lo sucedido, según los tribunales europeos.
En este baile de máscaras el PSOE fue también el impulsor de las bases legislativas para la privatización de la sanidad (con la inestimable colaboración del PP) y el PP su eficaz y despiadado ejecutor (con la inestimable colaboración del PSOE).
En nuestra involución en marcha, una reforma laboral es obra del PSOE y otra obra del PP. Entre una y otra los derechos de los trabajadores se han esfumado como por arte de magia negra. Claro, esto y otros hechos similares, siempre en la misma dirección y en perjuicio de los mismos, dio lugar a aquello tan comprensible y razonado del PPSOE como anagrama del cambalache.
Es lógico. Tanto monta, monta tanto, y por tanto, el trabajador español, en medio de su orfandad y carente de recursos defensivos ha pasado a ser de los más explotados y estafados de su entorno natural. Pobre perpetuo ya casi ni procrea, y el país retrocede demográficamente al mismo tiempo que involuciona en calidad democrática y derechos sociales.
En este baile de máscaras el PSOE fue también el impulsor de las bases legislativas para la privatización de la sanidad (con la inestimable colaboración del PP) y el PP su eficaz y despiadado ejecutor (con la inestimable colaboración del PSOE). Luego en los medios se tiran los trastos, de cara a la escena, pero por debajo se ponen de acuerdo y se dan la mano. Cambalache y teatro. Esto es el engranaje.
Recientemente Podemos ha hecho una propuesta de política fiscal para que los promotores de la estafa en que toma origen nuestra crisis actual asuman su parte de responsabilidad, que en el caso de dicha estafa es enorme.
Parece no sólo razonable y justo, sino de sentido común y ajustado a criterios de interés general. Esperemos que los sindicatos se manifiesten y vuelvan a ser útiles a los intereses de los trabajadores y de la ciudadanía en general.
Si queremos retomar el camino del progreso debemos desandar primero el camino de la involución.
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