[dropcap]V[/dropcap]ivimos instalados en la paradoja. El ruido ambiente procede de esa paradoja. No se trata, como piensan algunos, de un gusto morboso por el ruido, característico de nuestro tiempo, o de un cultivo deliberado de la cacofonía facilitado por las nuevas tecnologías y su expresión más cacofónica: las redes.
No. No se trata tampoco del poder omnívoro del espectáculo, que invade los rincones mas recónditos de nuestro espacio social y político, intentando devorarlo y contaminarlo todo.
Este ruido que ni cede ni enmudece, procede de estratos más profundos, de fenómenos reales y dinámicos, de corrientes subterráneas. No es mera apariencia, es realidad apabullante. Que se desplaza y nos desplaza con ella, y al hacerlo hace ruido. Podemos negarnos a escuchar, «eppur si muove».
Y chirría. Eso también.
Creo -en contra de una opinión muy extendida- que más que exaltado, ese ruido telúrico nos llega amortiguado, o incluso algunos preferirían que fuera directamente silenciado, amordazado, que el movimiento que lo genera permaneciera oculto o que no fuera demasiado visible.
Sin duda podemos taparnos los oídos para no escuchar, y de paso echar una siesta, pero no por ello el terreno que pisamos dejará de moverse. Dormidos o despiertos, navegamos sobre esas placas tectónicas en movimiento.
Escucho unas declaraciones de Enrique Krauze en RNE comentando distintos aspectos de esta actualidad inquieta e inquietante que nos ha tocado vivir, y entre otros el resurgir del «populismo», que en Europa es «de derechas y racista», afirma.
En esto último coincido con él.
Sin embargo no logro librarme de la impresión de que ese concepto (populismo), tan traído y llevado, tan cómodo y barato que vale para todo, ha devenido en un recurso facilón para dejar de pensar, pero sobre todo para que los demás no piensen o miren lo que hay detrás de tal fenómeno.
Una vez descrita su realidad evidente: proliferación de caudillos que hacen de la retracción hacia el nacionalismo y la xenofobia su bandera y la clave de su éxito electoral (esto encaja hasta con dirigentes del PP) ¿profundizamos en las causas o nos contentamos con describir su efervescencia? Esa es la cuestión.
No solo cabe interrogarse por las razones de que esa actitud retrógrada, xenófoba y racista, en el fondo tan inhumana, tenga éxito entre nosotros, sofisticados europeos, sino por qué razón el establishment, que tampoco se ha mostrado demasiado humano y en este sentido ha dado un ejemplo nefasto, carece de credibilidad y fracasa.
Por otra parte, esa desviación de responsabilidades de los políticos que han decidido nuestra deriva hacia los inmigrantes que pasaban por aquí, o ya estaban, recuerda demasiado a aquello de coger el rábano por las hojas y confundir el culo con las témporas.
Como ya he dicho en otras ocasiones, tanto el populismo (de derechas) como el juego que da a un gran número de analistas, parece una forma curiosamente oportuna de desviar la atención de las causas reales que subyacen para desviarla hacia el efecto en superficie. Lo cual desde el punto de vista lógico es irracional, y desde el punto de vista resolutivo es inútil. No pasamos de la primera capa, meramente aparencial y fenoménica.
Pero esa es la cuestión: no se quieren abordar ni remover las causas reales (el noúmenos) de las que ha derivado, como respuesta anómala, ese populismo tan aparente y que tanto juego da.
Hablando de la cuestión catalana, y tras hacer una defensa de la identidad como hecho cultural más que político, y una apología de la riqueza y variedad de culturas (también en eso coincido con el), ve claro Krauze que este tipo de conflictos nacionalistas solo tienen solución adoptando una perspectiva más amplia que aspire a realidades políticas superiores, en nuestro caso Europa.
Eso en teoría está bien, pero vivimos instalados en una paradoja que contradice ese optimismo teórico y esa amplitud de miras que ve en la globalización la panacea de todos los males, incluidos los males del nacionalismo político.
¿En qué consiste esa paradoja?
La paradoja, en sí misma esquizoide, que nos lleva por el mal camino, y que genera tanta turbulencia y ruido que es difícil mirar hoy hacia algún espacio de la convivencia que no esté amenazado de conflicto, es la siguiente:
Coincidiendo en el tiempo histórico, sincrónicamente, hemos puesto en marcha dos grandes y potentes tendencias de futuro, no solo discordantes sino contrapuestas.
Es paradójico y chirriante dar facilidades a la deslocalización del delito económico y la explotación laboral, al mismo tiempo que se pretende globalizar la democracia y el estado de derecho. O una cosa o la otra.
Por un lado, y desde el ámbito político, se ha querido (o ha sido necesario) aspirar a superestructuras de poder integradoras de realidades políticas más estrechas y anticuadas, condicionado todo ello por la evolución de los tiempos, con unas comunicaciones que ya son de ámbito global, una tecnología reticular, y una visión del planeta y de la humanidad más ecológica, unitaria, y real. El cambio climático o la teoría de GAIA, nos demuestran que los compartimentos estancos, o las soluciones unilaterales a problemas planetarios, son irracionales e impracticables, de manera que al igual que los castillos feudales se quedaron obsoletos hace ya mucho tiempo, las naciones políticas se están quedando obsoletas hoy en día. En este sentido, la globalización es una realidad que se nos impone por la misma dinámica de los hechos más que una tendencia que nosotros hemos decidido.
Pero hay muchas globalizaciones posibles.
Al mismo tiempo que esto ocurre en los ámbitos cultural, ecológico, tecnológico, o de la política, claramente orientados hacia la integración en estructuras superiores de cooperación y coordinación, por contra en el ámbito social y económico hemos favorecido y alentado (y aquí sí ha habido una acción deliberada y voluntarista) la tendencia contrapuesta: una tendencia “separatista” y disolvente.
Así como la primera tendencia aspira, desde una perspectiva solidaria y comunitaria, a la integración a lo grande y a compartir como destino común una serie de hechos que ya son planetarios (el cambio climático, la desigualdad o la tensión que genera la pobreza no se van a detener porque cerremos las fronteras, sino que las van a rebasar), la segunda tendencia cristaliza en la nueva economía neoliberal de inspiración separatista, ególatra y egoísta, encogida y rancia, que aspira a lo pequeño, lo raquítico y lo mezquino (el paraíso fiscal como isla y refugio de los malhechores con su botín) y a las soluciones particulares, unilaterales y excluyentes, disolventes y desintegradas, como si el planeta y su ecología no existieran, o como si la humanidad aún estuviera encerrada en sus castros prehistóricos en una tierra plana, inabarcable, e ignota.
Estos «cosmopolitas isleños» de los paraísos fiscales, agarrados como lapas a su mezquina isla pirata y a su terruño de fraude fiscal, casi diría ciegos para lo que no sea el breve lapso de su estrecha biografía, con una falta de empatía que roza lo psicópata, son el símbolo más chusco de esta paradoja planetaria que chirría, un neoplatonismo (o neopaletismo) que perfuma con altas teorías pseudoliberales sus sórdidas codicias.
Son el equivalente en nuestro tiempo a aquellos señores feudales que de señores a pasaron a paletos desfasados de castillos en ruinas, en un santiamén.
En resumen, esta fuerza de involución histórica opone su ideología antisocial a la necesidad integradora de la primera corriente, que sin duda es la más potente y la que va a prevalecer. El futuro será social, ecológico e integrador, o no será.
Así como la contención de la primera tendencia aparece como un imposible en la que sin embargo caben acciones de modulación, en la segunda tendencia disolvente que cristaliza en la nueva economía explotadora e insolidaria, además de ciega ante la realidad y el hecho planetario (Naomi Klein: «Esto lo cambia todo»), el esfuerzo de contención ha brillado por su ausencia y ha estado presidida por el fanatismo belicoso e insensato de los sedicentes (neo) liberales posmodernos.
No es necesario decir que ambas tendencias, como ejes del futuro, son incompatibles y describen órbitas condenadas a chocar. De ahí el ruido. De ahí el conflicto. De ahí la posibilidad real de fracaso. Por ejemplo, empezando por Europa.
Podemos hacer como que no escuchamos, podemos hacer como que no vemos. O podemos generar tendencias compatibles, integradoras, solidarias y sociales, válidas para lo que ya es un solo planeta y una sola humanidad, querámoslo o no.
De momento lo que hay es disonancia y cacofonía, separatistas económicos (que se dicen liberales) y ciudadanos planetarios (y ecológicos) en conflicto.
A la hora de hacer un análisis racional de nuestro pasado inmediato, que concluye en la gran estafa iniciática, germen del ruido y pistoletazo del «nuevo orden» (la llamada por otros «gran recesión»), conviene hacer una justa, correcta, y a poder ser correctora, distribución de responsabilidades, lo cual equivale a establecer una relación lúcida entre causas y efectos, base de todo pensamiento racional y principio de toda acción eficaz que rechace la pereza y huya del conformismo indolente.
Y con este propósito en mente, conviene decir que entre las muchas formas torticeras de mistificación está la de convertir a las víctimas en culpables: así la culpa de la Shoah la habrían tenido los judíos; la culpa de las violación de los niños por parte de representantes de la iglesia la tendrían los propios niños, que provocan, como dijo uno de esos representantes eclesiásticos; la culpa de la estafa de Volkswagen la tendrían los clientes estafados por la empresa germana, con el lerdo consentimiento de Rajoy; la culpa de las estafas de Rato la tendrían los engañados por él; la responsabilidad del pufo de las preferentes recaería sobre sus víctimas; todas las mordidas indecentes ejecutadas por el PP (y también por el PSOE) en inacabable y ruinosa ristra, serían responsabilidad de los propios dueños del dinero público (es decir, todos nosotros); y así, en resumen, todo lo sustraído y estafado en tantas operaciones mafiosas como hemos visto sucederse, y en una mínima porción descubrirse, delataría nuestra culpa, la suya y la mía, estimado ciudadano, que «provocamos», pero no la de sus directos y enriquecidos fautores.
Desde luego hay que gozar de mucho ocio distraído o ser víctima de un fanatismo muy ciego para llegar a conclusiones tan raras sobre responsabilidad y culpa, pero hay quien llega. Esto equivale, como he dicho antes, a confundir el culo con las témporas.
En un artículo reciente (“Diez”), Fernando Savater –sin duda uno de nuestros mejores pensadores- dice que la definición de democracia que más le gusta es esta: “es el régimen político en el que la culpa de lo que pasa la tienen los ciudadanos”. Sin duda una ingeniosa definición, incluso acertada si viviéramos en una democracia “directa”, pero como por estos lares no se estila tal cosa y hay auténtica alergia a los referéndum y a la consulta frecuente y decisoria de los ciudadanos, aquella definición, en si misma ingeniosa, no nos encaja demasiado, y sin duda la responsabilidad (o culpabilidad) principal recae sobre los representantes elegidos que toman las decisiones que les viene en gana o más les conviene (por ejemplo, entrar en una guerra criminal) o les ordenan instancias superiores que no pasan por las urnas. Sin que esto exima de responsabilidad periódica, sincopada y circunstancial a quienes les eligen.
Y quienes han sido los elegidos en los últimos decenios, ya lo sabemos.
Esa definición que le gusta a Savater sería sin embargo una definición muy válida para aquellos países de nuestro entorno en los que hay auténtica afición a los referéndum. Y por cierto: no les va mal.
No sigamos por ese camino de desviar la responsabilidad principal de lo que nos ha ocurrido sobre los ciudadanos o los inmigrantes (sobre todo si hemos defendido a capa y espada a la élite “técnica” y “decisoria”), si no queremos caer en la inopia más irresponsable o cometer la insensatez de repetir, uno por uno, todos los errores recientes y pasados.
Ahora bien, hacer una análisis sensato de responsabilidades, y un encadenamiento lógico de causas y efectos es el primer paso (imprescindible) para dejar atrás la paradoja, el conflicto que nos atenaza, y el ruido que nos ensordece.
Si no acertamos a dar este primer paso, nada adelantaremos.
Es paradójico y chirriante dar facilidades a la deslocalización del delito económico y la explotación laboral, al mismo tiempo que se pretende globalizar la democracia y el estado de derecho. O una cosa o la otra. Quizás por eso asistimos a ataques tan insistentes y refinados contra la democracia.
Sin duda algunos ya han elegido entre esas dos opciones.
— oOo —