– ¡Buenas tardes! ¿Qué tal le ha ido?
– Buenas tardes. Pues muy bien, gracias a usted.
– ¿Y eso?
– Es que me picó la curiosidad y encontré el libro «Mis memorias» de Salgari. Su estilo parece el de sus obras, pero dicen que el autor no fue él sino uno de sus hijos, con ayuda de otras personas, después de la muerte violenta de Salgari. Se insinúa que aprovecharon la fama de su nombre y mezclaron detalles de la vida, que quizás estuviese en unos apuntes, con hechos fantásticos…
– Sí. Eso dicen. Pero vaya usted a saber qué escribió el prolífico autor y qué añadieron otros. En cualquier caso, a mí me hizo recordar un episodio olvidado de mi infancia…
– Lo curioso es que en sus obras no se perciben anacronismos.
– Bueno. Quizás en las que protagonizaba Sandokán, no. Claro que hace mucho tiempo que las leí y entonces no pensaba en ello. Pero donde sí se escapan «gazapos» es en las de tema caribeño, con sus espadachines y piratas… Quizás por eso no se hicieron tan populares.
– ¡Hombre! ¡Según y cómo! A mí me parece lo contrario. Tenga en cuenta que fue fuente inagotable de guiones peliculeros entre los años 20 y 60…
– Puede que tenga usted razón, pero, de todos modos, tampoco se requería mucha exactitud histórica a los lectores y espectadores de las novelas y filmes de aventuras, que, más bien, lo que buscaban era distracción.
– ¡Claro! Los aficionados a la novela histórica, más exigentes, suelen dejar de leer la obra cuando perciben algún anacronismo, salvo que la lectura, por lo amena que resulta, compense el mal sabor de boca que dejan esos fallos. El cine es más «tragadero» y no suele cuidar mucho esos detalles, como, por ejemplo, en las innumerables películas «de romanos», en las que los jinetes se apoyan en estribos…
– O como en «Cleopatra» en que hacen pasar a Elizabeth Taylor bajo el Arco de Constantino, e innumerables secuencias imposibles… Y eso que fue carísima de presupuesto. ¡Ya podían haber contado con un buen asesor! Y no digamos en las de tema prehistórico, con fósiles vivientes de todas las épocas. ¡Salvo en «En busca del fuego», muy bien realizada!
– ¿Y qué me dice de los fallos técnicos de vestuario? Me viene a la memoria «Los caballeros de la Mesa Redonda», con la monumental Ava Gardner y Robert Taylor, en la que a un combatiente se le puede ver con un reloj de pulsera…
– En el cine los anacronismos son el pan nuestro de cada día. Pero en literatura no se perciben tan fácilmente. No hace mucho leí una historia novelada de don Pelayo. Sí. Ya sé que el tema es complicado por la ausencia de documentos contemporáneos del héroe. Mucho de lo que se relata se basa en escritos de mucho tiempo después o en leyendas, que conllevan un afán propagandístico mistificador. Pero el autor, por cierto muy bueno, comete unos deslices inesperados. Por ejemplo, se le escapa que unos pagos se hacen en maravedíes, cuando esa moneda la introdujeron los almorávides; o la tumba de Santiago, descubierta un siglo después en tiempos de Alfonso II; o el empleo de ballestas en las batallas, confundiéndolas con las ballistas romanas que se usaban en asedios; o el uso de las leguas como unidad de distancia… Bueno, se perdona todo por la intención del autor, que, obviamente, no está leyendo una Tesis Doctoral a un meticuloso Tribunal, sino escribiendo para unos lectores ávidos de saber un poco más.
– Vale. Pero lo malo es que esos «gazapos» es que con el tiempo, al repetirse, pasan a ser verdades para el público. Se suele decir que lo falso que está escrito, mil veces repetido pasa a ser verdad incuestionable…
– Precisamente en eso se basa la manipulación de la Historia con fines perversos. Un mal que padecemos hoy, cada vez más tóxico. Un autor o un organismo muy sonoro repite incansablemente mentiras y más mentiras, y la gente, poco crítica, lo da como cierto… ¡No se sabe donde llegaremos por ese camino!
– ¿Y qué novela histórica pondría usted como modelo?
– Para mí, sin duda alguna, «Sinuhé, el egipcio», de Mika Waltari, o «Yo, Claudio», de Robert Graves. Sin contar el clásico «Ivanhoe», u otras de Walter Scott.
– ¿Y de historia novelada?
– Eso es más difícil de responder, porque no está muy bien definida esa rama literaria. Pero yo pondría en primer lugar las obras de Manuel Fernández Álvarez, de quien tanto aprendí sin haber sido alumno suyo…
– Tiene usted razón. Leí hace poco su libro sobre la Princesa de Éboli, que me pareció extraordinario.
– Y tantos más. A su gran erudición histórica hay que añadir su pluma fértil y amena… Fue un gran escritor, con el que comparto la gran pena de sufrir la enfermedad de su esposa, tocada por el Dedo de Dios, el mal de alzhéimer. Escribió sobre ello páginas muy emotivas, llenas de amor y ejemplaridad. ¡Fue una gran persona, que no debe ser olvidado!