– Lo que se ha perdido es el sentido del equilibrio.
– ¿De qué equilibrio habla usted y de qué pérdida?
– Del equilibrio entre la libertad y la justicia, y de la pérdida del sentido común.
O si lo prefiere usted: del equilibrio entre lo público y lo privado, entre lo social y lo ruin, entre lo razonable y lo disparatado, entre lo civilizado y lo cruel.
La cultura se inicia con el abandono de la selva y el aposentamiento fructífero en una comunidad solidaria, y se rompe cuando la llamada de la selva se impone y se le abre la puerta de par en par. He ahí el germen del desequilibrio que trae la barbarie.
El desequilibrio ha comenzado con la ruptura del consenso posbélico, que era un consenso básicamente socialdemócrata y según el cual aquellos ciudadanos de a pie que se batieron el cobre y se dejaron la vida durante la segunda guerra mundial contra el fascismo, habían conquistado con su victoria nuevos derechos y no estaban dispuestos a volver al reparto leonino (ultra, neo, o retro liberal) de beneficios ni al esquema, previo a la contienda, origen de la gran depresión de los años 30 y del desastre bélico. Alumbraban tiempos nuevos, tiempos mejores.
Pero en un momento dado y tras un periodo de prosperidad, llegó el olvido y los viejos monstruos resucitaron de nuevo. El resultado ya lo conocemos.
Ahora que los dueños de todo -a través de las finanzas-, los prohombres de Davos (y Felipe González con ellos) se arrepienten de los errores cometidos, no solo graves sino duraderos, fruto de un fanatismo ideológico bastante imberbe (quien lo hubiera imaginado en gente tan preparada y con tanto mundo), conviene ir pensando en como salimos de esta, no sin antes subrayar cómo la tecnocracia más pura y delicada resulta contaminada con sorprendente facilidad por axiomas espurios y para nada imparciales. Las lumbreras de Occidente se han ahogado en el dogmatismo.
Sin duda los intereses de los menos han pesado más en esta deriva que la sensatez y el buen juicio. He aquí el resultado de varias décadas de catecismo monótono y falso dogma: los partidos socialdemócratas se hunden o se han hundido ya en toda Europa. El último episodio de esta deflagración en cadena ha ocurrido en las recientes elecciones regionales de Baviera, en las que los socialdemócratas alemanes han profundizado su ruina y caminan hacia la extinción y la insignificancia, mientras que los Verdes ecologistas cobran fuerza y ocupan ya la segunda posición. Algo parecido ha ocurrido en las elecciones de Hesse.
La «gran coalición» (cuyo apóstol aquí fue y creo sigue siendo González) ha resultado letal para los socialdemócratas europeos, que no aprenden de las debacles previas. Quizás Pedro Sánchez (candidato de la militancia y no del aparato tecnócrata) lo ha detectado a tiempo y ha evitado ese golpe siguiendo el ejemplo portugués, porque el mismo fenómeno de ruina imparable se observa en todos los sitios. Los socialdemócratas europeos desparecen y son ya una especie en peligro extinción, y esto por una razón fundamental: han dejado de creer en ellos mismos y en el consenso posbélico que dio forma y prosperidad a Europa. Se han convertido en una marca indistinguible de la derecha económica neoliberal, imitando incluso su corrupción sistémica y su gestión deshumanizada.
Dado que la idea de Europa era fundamentalmente socialdemócrata, el hundimiento de la socialdemocracia se le ha indigestado al proyecto europeo en un cólico miserere del que ya veremos si sale y de que forma, porque no contentos con hundir el sistema en una nueva “gran depresión”, traen de nuevo el fascismo de la mano, como antaño.
Primero el fascismo del dinero y sus exigencias plutócratas que invaden y manipulan Constituciones democráticas (¿delito de rebelión?), y después el fascismo político.
Quizás lo más llamativo de esta deriva sea la rigidez, torpeza, y falta de reflejos en la respuesta de los socialdemócratas europeos. El SPD alemán se está hundiendo a cámara lenta, pero no reacciona, como presa de un hechizo. Esa es la virtud del fanatismo: obnubila la consciencia y entorpece la lucidez que permite interpretar la realidad.
Refundar sería la palabra necesaria, y esperemos que esta vez no se quede solo en palabra vana que se lleva el viento. Nos jugamos mucho. De hecho nos jugamos todo.
De hecho González, ojo de águila, seguía defendiendo hasta hace poco la «gran coalición». No sabemos si su objetivo era (o es todavía) que el PSOE desaparezca como marca, aunque ese supuesto nos parezca absurdo. Pero en cualquier caso, esa rigidez sorprende y resulta extraña, como si se debiera a un filtro mágico que atenaza la voluntad. Su lema es una fría declaración de impotencia que rinde culto a un imposible universal. No hay ilusión, no hay optimismo, solo obediencia a los dictados del mercado. Es preferible perderse y desaparecer a dudar del dogma.
Pero ya dudan. Y los de Davos también.
No estoy diciendo que sea fácil gobernar, estoy diciendo que sin esperanza es imposible gobernar, que los catecismos nunca son buenos, ni antes ni ahora, ni antes del final de la Historia ni después de que esta echara el cierre, y que con un poco más de espíritu crítico y flexibilidad en las neuronas, no habríamos llegado a estos extremos.
La “tercera vía” de Blair (otro que tal, compinche de Bush y Aznar en la guerra de Irak) no era tal tercera vía, ni siquiera segunda, sino la primera y única vía, que es la que rompió unilateralmente el consenso democrático y social de la posguerra para imponer su catecismo.
Y lo mismo puede decirse de Macron y su falso espejismo, donde la alternativa al dogma brilla por su ausencia. Eso explica que el camelo publicitario de su entronización europea haya sido tan breve. Hasta hace poco, y a efectos de cosmética electoral, todos querían ser Macron: Rivera, Casado… Ahora ya no se escucha tanto tal cosa.
Sin embargo, reconocidos los errores y la falsedad de los principios infalibles que nos han fallado, aún estamos a tiempo de corregir el tiro.
Será necesario revisar catecismos rancios e intereses estrechos, consensos espurios y abusos masivos, corrupciones sistémicas e instituciones cómplices. Refundar sería la palabra necesaria, y esperemos que esta vez no se quede solo en palabra vana que se lleva el viento. Nos jugamos mucho. De hecho nos jugamos todo.
Se precisa de modo urgente, por utilizar un término más optimista, una «primavera» (¿verde?) que nos aleje de este invierno triste, fraguado en escolásticas rígidas y consensos oscuros, de los menos contra los más.
La desigualdad rampante y las tensiones que provoca ese desequilibrio, no tienen otro origen que esos círculos cerrados donde se decide el destino global desde intereses minoritarios. ¿Era tan difícil adivinar que ese no era el camino y que el resultado no iba a ser bueno?
Y esta pregunta cabe dirigirla sobre todo a los representantes de la socialdemocracia europea. Los que ahora se arrepienten. Los que tan fácilmente se rindieron y vendieron al mercado. Los que no supieron conjugar con acierto libertad, igualdad, fraternidad… y ecología, y se conformaron con la selva impredecible e injusta del mercado.
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