[dropcap]O[/dropcap]tro hecho ocurrido en la Universidad tuvo repercusión en nuestra relación con el barrio, la creación y posterior desarrollo de la Cátedra Pablo VI. Enrique Freijo, Alfonso Ortega, Marcelino Legido, entre otros, profesores de las Universidades de Salamanca y Pontificia de Salamanca, todos ellos bajo la protección del obispo Mauro Rubio Repullés, dieron forma a una cátedra de debate, donde se pasaba revista por un ponente de prestigio a los temas más candentes de la actualidad: políticos, sociológicos, filosóficos y teológicos.
Las conferencias se impartían en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Asistían centenares de profesores y alumnos ávidos de saber. El lleno estaba asegurado y los estudiantes ocupábamos los bancos, los pasillos y el claustro de la Universidad. Terminada la exposición se producía un animado diálogo que la policía consentía por ser las universidades las que se responsabilizaban del acto. De aquellas intervenciones ha quedado constancia en las publicaciones que cada año ponía en la calle la Cátedra Pablo VI. De todas sus ediciones recuerdo la dedicada a “Marxismo y Hombre Cristiano”, donde se pasó revista a las tensas relaciones de los comunistas y socialistas -entonces el PSOE no había renunciado al marxismo- con la jerarquía de la Iglesia Católica. En aquella ocasión intervino con una conferencia progresista, abierta al diálogo con el mundo marxista, el que con el tiempo sería un obispo ultramontano, monseñor Guerra Campos, obispo de Cuenca.
La Cátedra Pablo VI estuvo mal vista por el Gobierno. Cada una de las sesiones era vigilada por la policía que hacía resúmenes para el gobernador de cuanto se trataba en ellas. También era informado del número de asistentes a las conferencias y, por supuesto, éramos fichados. Alguna sesión de la Cátedra fue prohibida en un principio, pero la intervención del obispo salvaba el problema y la conferencia, aunque tarde, se llegaba a dar.
A Pizarrales llegó otro grupo de religiosos, los filipenses. Residían en una de las calles entre la avenida de Portugal y Álvaro Gil. Algunos de sus seminaristas pertenecían a buenas familias de las islas Baleares. Habitaban una casa palaciega, un tanto decadente, donde habían instalado una capilla con una decoración con gusto. En su casa celebrábamos reuniones. Con ellos se comenzaron a experimentar nuevas formas litúrgicas, desconocidas hasta entonces: concelebrar, comulgar en las dos especies y comulgar con pan ordinario. En sus últimos años de estancia en Salamanca se fueron a vivir a un piso de la Avenida de Campoamor, junto a la vía del tren.
— oOo —