Opinión

Mudar de piel

[dropcap]Q[/dropcap]ué encerraban entre sus letras los libros de Epicuro para que muy pronto se convirtiesen en una filosofía maldita? ¿Que había en esta doctrina para que irónicamente Horacio (Epístolas, 4 16) se llamase a sí mismo lechón de la piara de Epicuro, reproduciendo ya, con ello, un tópico del antiepicureísmo?», leemos en la obra de Emilio Lledó, titulada «El epicureísmo».

La Historia tiene la ventaja de ofrecer  modelos para interpretar los hechos del presente e intentar vislumbrar los del futuro. En el pasado ya hicieron crisis modos de pensar y de actuar que se estrangularon en una vía muerta. Es entonces cuando surgen de la necesidad extrema (la de sobrevivir) modos de pensamiento y acción que pueden considerarse revolucionarios. No conviene sin embargo confundir revolución con violencia, porque a veces esa revolución supone justo todo lo contrario: el abandono de un pensamiento violento y agresivo que mueve a una acción disolvente, insolidaria, catastrófica, y al final suicida.

Actualmente pasamos por una de estas encrucijadas históricas, trufada de callejones sin salida y vías muertas, pero hubo otras en el pasado. En esto nos beneficiamos del magisterio de la Historia y de las virtudes de la memoria.

El epicureísmo de la Antigüedad fue una respuesta a una civilización en conflicto, un intento de cambio de paradigma de dimensiones revolucionarias como respuesta a un cúmulo de contradicciones atascadas y sin futuro. Si hoy estudiamos este movimiento filosófico con tanto interés, es por la semejanza de los problemas que enfrentó con los nuestros, o incluso la actualidad inspiradora de sus soluciones. Ya el hecho de que la escuela filosófica de Epicuro se llamara «El jardín», y la de Platón «La academia», ofrece retrospectivamente todo un despliegue generoso de sugerencias para el desconcierto actual.
También el malditismo y la persecución de que fue objeto esa filosofía, cercada de silencios, ocultamientos, y ataques, nos invita a indagar en sus motivos y llegado el caso, reivindicar sus postulados, como ya hizo Quevedo en su «Defensa de Epicuro contra la común opinión».

Frente al «De natura deorum» de un institucionalizado y político Cicerón, el «De rerum natura» de un poético y rebelde Lucrecio, nos sigue pareciendo hoy deslumbrante y liberador. Ciencia, poesía, filosofía, y todo el conjunto inspirado por un saludable humanismo.
En nuestro tiempo, el ejercicio sensato y humanista de la rebelión «Contra todo esto» (Manuel Rivas dixit), es de nuevo propicio. Casualmente la insensatez, la irracionalidad, anida hoy como nunca, en los centros de poder. Contra todo eso, rebelarse es necesario y prudente para tener una oportunidad de futuro.

«La influencia de esta filosofía debió de ser muy grande en todo el mundo antiguo para despertar una oposición tan decidida; pero al mismo tiempo, todos estos ataques o tergiversaciones expresaba, entre otras cosas, que Epicuro había hecho frente a uno de los ejes sobre el que tantas veces gira la ideología del poder, y que deja al descubierto ese dualismo que permite practicar lo contrario de lo que, en teoría, defiende», dice Emilio Lledó en su obra citada.
Estas palabras de Emilio Lledó sobre una filosofía de la Antigüedad que era más razonable y avanzada que lo que vino después, suenan plenamente actuales.

Si hace unos años  (no tantos) nos hubiesen dicho que se prohibiría la entrada de coches en Madrid, habríamos pensado que nos estaban tomando el pelo o contando un cuento chino. O relatando una película de ciencia ficción.
Que esta ciencia ficción fuera de carácter distópico o de inspiración utópica, quedaría en el plano de la ambigüedad y como un enigma a resolver, aunque cada vez son más los datos que nos inclinan a creer que corremos sin freno en la primera dirección, la de la distopía.

Según algunas mentes bien informadas y formadas, hemos rebasado ya con creces los umbrales de la reversibilidad pacífica y controlada, aunque sigue siendo posible y muy probable la reversibilidad catastrófica, es decir, la que la Naturaleza tenga a bien imponernos sin pedirnos permiso.
Para la Naturaleza, prescindir de nosotros y de nuestras orgullosas obras es muy fácil, no nos necesita. Su elástica corriente dibuja un meandro, nos recorta y nos deja en dique seco, trasmutados en limo. Solo un mal recuerdo.

He aquí cómo una buena noticia (el intento de poner freno a la contaminación), que quiere buscar remedio a un problema grave, es al mismo tiempo una malísima noticia pues nos informa de las dimensiones apabullantes y urgentes del problema.
Urgencia que no hace otra cosa que aumentar la complejidad del mismo.
Las prisas nunca son buenas, pero el retraso y la lentitud en resolver ciertos conflictos fundamentales que han crecido en el terreno abonado de la inopia, tantas veces deliberada, resulta letal. Improvisar al borde del abismo se antoja azaroso. Cambiar una civilización de la noche a la mañana, requiere algo más que buena suerte. Sobre todo cuando los problemas además de aumentar en número, parecen acelerarse arrastrados por una inercia descontrolada.

Al mismo tiempo que se intenta poner barreras a los motores de combustión en la capital de España, fue imposible poner barreras al fuego en los incendios devastadores de este verano en California, y los desaparecidos allí superaron los mil. Conviene pensar en esa cifra.
Trump, el presidente infame del país más potente del mundo (no ha sido el único presidente infame del país más potente del mundo), afirmó con relación a estos incendios que «no volveremos a ver algo parecido». Ocurrencia muy propia de quien desprecia el problema a fuerza de ignorarlo, pues todo parece indicar que solo estamos palpando la punta del iceberg, es decir, los preliminares de una deriva sin control, y sucesos como los de California no van a ser excepcionales.
Lo preocupante de este problema (el problema de la contaminación y el cambio climático) es que forma parte de una paradigma fallido en cuya trama hay hilos muy potentes y difíciles de romper, tal que el aumento imparable de la población humana, tal que un modelo económico que hemos endiosado y considerado (grave error) autónomo e independiente de la Naturaleza.

Cuando de repente todo el modelo del que nos sentíamos orgullosos (así nos lo vendieron) se nos aparece como nocivo, peligroso, y contraproducente, surge la perplejidad, el desconcierto.
El golpe incontestable de la realidad debería habernos hecho cambiar de modelo hace mucho tiempo, como quien muda de piel. Y este concepto (mudar de piel) no debe remitirnos al imperativo lampedusiano del simulacro estéril: “cambiar todo para que no cambie nada”. Nuestro problema no es superficial, es de fondo. Mudar de piel significa en este caso cambiar de marco mental para generar un nuevo contenido, una nueva civilización en armonía con la Naturaleza.
La vieja «camisa» (así se llama también a la piel ajada y esclerótica que desechan los reptiles) ya no nos sirve. Revientan las costuras por tantas partes que no hay hilo para tanto zurcido, ni remiendos para tantos rotos.
En tiempos más racionales, donde el método científico se tenía por eficaz y útil, los mitos inútiles no duraban tanto. No había tiempo que perder.
Y ahora deberíamos hacer lo mismo: ya sabemos lo que nos ha ocurrido durante las últimas décadas guiados por ideas fallidas, fundadas en mitos inconsistentes, incompatibles con los hechos. Sus consecuencias nos rodean por doquier, y lo único que nos queda si queremos seguir sobreviviendo en armonía con esos hechos, es desechar esa vieja camisa y esos mitos: el capitalismo neoliberal que arrasa y rompe el equilibrio de la Naturaleza, huele a cadáver y genera destrucción. El poder de una idea también se mide por la magnitud de las catástrofes que provoca, y la catástrofe en la que cabalgamos es cada vez más potente. El pesimismo a veces es el mejor antídoto contra la pesadilla y el tónico más eficaz para la acción. La acción en este caso consiste en romper la cápsula que nos ciega y nos aísla de la realidad que nos envuelve. No somos una colonia en el espacio vacío, somos una Humanidad en desequilibrio creciente con la Tierra que nos sostiene.

El capitalismo desregulado, el capitalismo salvaje que se considera autónomo e independiente de toda ley, incluidas las leyes naturales, bebe de un espíritu prometeico que creyó robar el fuego a lo dioses. Esto gusta mucho en Occidente, titán laico que siempre combatió con arrojo a la divinidad, o por contra la adoró con fanatismo teocrático y servil. De esa dialéctica surge Occidente, pero en sus dos polos interpretativos falsea la realidad y vive del mito. Ni la Naturaleza es una «cosa» separada de nosotros, y puesta allí por Dios para nuestra explotación insensata, ni es un fuego que hemos arrebatado a los dioses para convertirnos en dioses omnipotentes. La Naturaleza es un equilibrio del que formamos parte. Con una particularidad: si rompemos ese equilibrio más allá de lo que aconseja la prudencia, la Naturaleza prescindirá de nosotros para recuperar ese equilibrio. En resumen: somos un modo de la Naturaleza del que la Naturaleza puede prescindir a poco que se sienta perjudicada o herida.

El capitalismo tal como lo hemos conocido durante un amplio periodo de nuestra Historia es cosa del pasado, no tiene tiene futuro.
La crisis política, económica y social, no es un espejismo. Son hechos.
La crisis ecológica que engloba todo ello, inaugura una nueva dimensión, antes desconocida o no asumida.
Los viejos consuelos cíclicos que gestionaban una esperanza intermitente y siempre incompleta, ya no nos sirven ni son aplicables. El espejismo de los dientes de sierra no puede ocultar ya una catástrofe en ascenso imparable, siempre en la misma dirección. Es la gráfica del clima, y es la gráfica también de nuestro desastre global. Una «verdad incómoda».
Ya solo cabe la esperanza bajo una piel nueva. El futuro también consiste en renunciar a los falsos futuros que no conducen a ninguna parte.
No se trata ya de poder, sino de inteligencia. No se trata de conquistar los cielos, sino de encajar en la Tierra y conservarla.

Hasta los representantes del cielo sienten ya el vértigo de quien pierde el contacto con el suelo, con la tierra.
Laudato si´, la encíclica ecológica y franciscana del Papa Francisco, es de las pocas encíclicas inteligentes y sensatas que han salido de la fábrica «infalible» del Vaticano, institución cuya penúltima hazaña fue proteger a los pederastas, como Marcial Maciel (pero no a sus víctimas), y canonizar a los que les ocultaron y protegieron, como Juan Pablo II.

Algunos siguen tan despistados sobre la realidad del mundo que se nos viene encima que piensan reconquistar el futuro volviendo a vestir la piel del hombre de las cavernas. En ello están VOX, PP, y CIUDADANOS.

En tiempo de tinieblas, los ciegos pueden reinar.

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