[dropcap]E[/dropcap]n un determinado aunque amplio sentido nunca me gustaron los años ochenta, he de confesarlo. Una especie de fobia intuitiva. Quizás porque dieron lugar a los años noventa, quizás porque dejaron atrás los años sesenta.
En contraste con los años sesenta, siempre me parecieron esos ochenta un periodo de retrocesos e involución, y despiden (al menos ante un olfato sensible) un hedor tóxico como de cosa malsana y pocha. Empezando por la música, y siguiendo por la codicia como eje cultural de su “revolución”. Creo incluso que algunos de los aspectos más tétricos y preocupantes de nuestra actualidad proceden de ese hálito y derivan de aquella intoxicación, aún en curso.
De hecho, y como a nuestro país siempre llegan las modas culturales prefabricadas en serie para su consumo masivo con un cierto retraso, todavía hacen su agosto aquí entre nosotros los programas de telebasura, las tele compras cochambrosas, y otros logros culturales de aquella época «revolucionaria» (dicen), que tuvo su inicio en USA.
El día menos pensado tenemos presidiendo a nuestro país un yupi teñido de rubio dorado, a un telepredicador con yate y montado en el dólar, o a un estafador de viudas.
No excluyan del todo que esas tres personalidades exitosas puedan coincidir en una sola persona presidenciable.
Hay una serie documental que se titula «Los ochenta«, de los productores ejecutivos Tom Hanks, Gary Goeztman, y Mark Herzog, que explora los distintos aspectos, políticos, sociales, y culturales, que caracterizaron aquella época, desde la música hasta la televisión basura, pasando por los problemas sanitarios (el SIDA) y la economía salvaje (o “bestial”) que alumbró la religión revelada del mercado desregulado.
Que el mercado (desregulado) se convirtiese en una religión en aquella época de entusiasmos (religión que después ha dado tantos monaguillos obedientes), no tiene nada de extraño, porque Reagan fue el presidente por antonomasia de la fe, y enfocaba el SIDA, por ejemplo, como una peste divina enviada por Dios para la corrección por las bravas, pero sobre todo para la eliminación drástica, de los pecadores. Con esa misma fe, impulsó también la desregulación del mercado, con los resultados posteriores que ya sabemos, y distinguió “sin complejos” (todo un profeta) el imperio del bien y el imperio del mal, los buenos de los malos, lo correcto de lo incorrecto. Reagan se adelantó a su tiempo y preparó el camino a Trump y Bolsonaro.
Quizás uno de los capítulos más impactantes de esa serie televisiva, “Los ochenta”, es el titulado «La codicia«, que se inicia con el presidente de la fe única, el presidente Reagan, dando un sermón a los agentes de bolsa desde la altura de un balconcito interior de la Bolsa de Nueva York, donde pronunció aquella famosa frase, premonitoria y programática: «Vamos a liberar a la bestia», mientras una jauría de yupis entusiastas, delincuentes en potencia, aplaudía a rabiar haciendo chascar sus fauces.
En resumen, una especie de misa negra en la que el sermón del maestro de ceremonias, desde la altura de aquel balconcito rococó de Wall Street, es la imagen invertida y especular del sermón de la montaña campestre que inauguró el cristianismo.
En ese capítulo, «La codicia», que como digo creo que es el que mejor define la época, aparece ya como ejemplo de yupi triunfador y personaje principal de la comedia, Donald Trump, magnate del mercado inmobiliario y hoy famoso presidente yupi de Estados Unidos.
Y es que fue en USA donde se inició todo lo que vino después y hoy define nuestra posmodernidad, un estado de cosas que ha hecho realidad los más ansiados objetivos de nuestras élites: la televisión basura para aborregar a las masas, la política basura para institucionalizar la corrupción, y las finanzas basura y desreguladas para robar a mansalva.
A lo que habría que añadir los telepredicadores casposos maquillados de colorines, que birlan el dinero a la gente crédula, vendiéndoles una mercancía intangible e inagotable: a Dios mismo.
Ese es el origen de nuestra cultura actual, que podríamos llamar de la posverdad y la posilustración, cuyo motor principal es esa bestia que liberó Reagan con su sermón de New York, telepredicado sin complejos desde los más altos púlpitos y minaretes de nuestra nueva academia platónica.
Pero además de Donald Trump, otros personajes circulan por esta comedia de enredos, dando ese tono peculiar a los ochenta, y ayudando a alumbrar con tintes sombríos los tiempos que habían de venir.
Leona Helmsley, por ejemplo, hotelera hortera, con un aire a madrastra de Blancanieves jugando al Monopoly, y que disfrutaba buscando felpudos humanos que despreciar y pisar desde su inmensa riqueza:
«Nosotros (los ricos) no pagamos impuestos. Solo la gente común los paga», dijo en una ocasión.
¿Les suena esto a algo?
Tal y como en este documental se sugiere, la telecompra de productos basura mantiene una relación íntima y muy coherente con la telepredicación y la venta de Dios a plazos.
En ambos casos se vende a distancia productos en principio intangibles, y ambas prácticas comerciales hicieron grandes avances en esos años marcados por la fe y el comercio desregulado. De hecho en ambas televentas se estafa a la gente y se utilizan prácticamente las mismas técnicas de sugestión y embobamiento.
Y es en este campo de acción, altamente exitoso y rentable, en el que destacaron los Bakker (Jim y Tammy), matrimonio de telepredicadores cristianos, que se hicieron multimillonarios vendiendo a Dios a cómodos trozos, al tiempo que estafaban a la gente con los paraísos artificiales más característicos de nuestra época: parques temáticos, paquetes vacacionales y demás.
Acabaron vendiendo una cabaña con 8 plazas vacacionales a veintitantos mil compradores ilusos. Debieron pensar que si se puede vender a Dios a un número infinito de compradores, el mismo razonamiento sirve para unas plazas vacacionales. La fe mueve montañas. Nunca el paraíso cristiano estuvo tan cerca de un parque temático, y nunca (o casi nunca) la fe ciega rindió tantos dividendos.
A este negocio de la venta divina y las plazas vacacionales, le sacaron como digo un rendimiento estupendo el desacomplejado matrimonio, traducido en un buen número de mansiones lujosas ubicadas en los sitios más caros, y elegantes coches, tipo Rolls Royce. Y es que como la propia Tammy justifica ante las cámaras en este documental sobre los revolucionarios ochenta: que ella fuese cristiana de la rama telepredicadora, no estorbaba que se hiciese inmensamente rica, aunque fuese mediante el fraude sistemático y sin escrúpulos.
Cuando les destaparon -al avispado matrimonio- los muchos fraudes con los que se habían hecho inmensamente ricos e inmensamente cristianos, Tammy acabó cantando ante las cámaras una especie de salmo bíblico, en plan mártir, pero permaneció inmune a cualquier clase de arrepentimiento sobre sus hazañas.
¿Por qué iba arrepentirse si su presidente y su época habían «liberado a la bestia», y ellos, los Bakker, no eran otra cosa que el producto de aquella magnífica rebelión del Averno?
Sigamos con la época. En unas instrucciones corporativas redactadas a modo de protocolo de actuación para la venta de bonos basura, destinados a viudas de centros de jubilados, se lee:
«Aprovecharos de ellos…», les dicen a los diligentes vendedores de los bonos basura, «los débiles, los dóciles, y los ignorantes, son buenos objetivos«.
Estas instrucciones que aparecen tal cual por escrito en un protocolo de actuación de los tiburones de las finanzas, vendedores de bonos basura y demás bestias liberadas que tanto admiran nuestros liberales (y socialistas) posmodernos (¡Ah, la libertad!), representan la quintaesencia del catecismo de la religión del mercado desregulado. Algo así como su «Credo».
Y en medio de este maremágnum de «libertad» que define esos años gloriosos, aparecen también cinco prestigiosos senadores del magnífico Senado de los Estados Unidos, protegiendo «por detrás» a uno de esos tiburones de las finanzas que vendieron bonos basura a infinidad de viudas débiles, dóciles, e ignorantes, las cuales perdieron en un santiamén todos los ahorros de su vida. De haber existido Don Quijote en aquella época, aquel tiburón de mares caribeños habría mordido el polvo de secano de la vieja Castilla, porque Don Quijote no podía soportar que se maltratara a las viudas, es sabido. Pero claro, aquello eran los años ochenta, y maltratar y estafar a las viudas era lo más normal del mundo, lo “correcto”.
Charles Keating, Jr. promotor inmobiliario, era el tiburón asalta-viudas. Y los «5 de Keating«, como se les conoció después, senadores compinchados que le protegían y le cepillaban los dientes afilados (a cambio de una contraprestación económica en forma de sobornos) eran: John McCain, Alan Cranston, Dennis Deconcini, John Glenn, y Donald Regan, que recibieron del tiburón por su eficaz protección, 1.200 millones de dólares. El oficio de estos señalados senadores, consistió en parar los pies a los “reguladores” que iban tras la pista de Keating. Para que te fíes de los senadores del mundo libre.
Precisamente a Donald Regan (una especie de primer ministro dentro de la presidencia imperial de Ronald Reagan), le debemos la siguiente confidencia sobre el mundo privado y oculto de Reagan:
“Prácticamente todos los movimientos y decisiones importantes que tomaron los Reagan durante mi tiempo como Jefe de Estado Mayor de la Casa Blanca se aprobaron de antemano con una mujer en San Francisco [Quigley] que hizo horóscopos para asegurarse de que los planetas estuvieran en una alineación favorable para la empresa”.
Como vemos, en ese periodo, no solo la bestia fue liberada mediante un sermón en Wall Street, sino que la fe fue exaltada y fanática. Se retornó a la astrología de la misma forma que se volvió al espíritu feudal: los ricos y señores de castillos no pagan impuestos, solo los siervos apechugan. Esa era la idea bendecida por Dios y la astrología.
Sigamos con el asunto Keating. Como lo que le estorbaba a Keating para sus fraudes emprendedores sobre las débiles, dóciles, e ignorantes viudas eran los «reguladores», además de las presiones ejercidas por aquellos cinco senadores para que los reguladores no regularan a su tiburón, el propio presidente Reagan (cowboy de opereta en sus tiempos jóvenes) le echó un cable al asaltante de las viudas, nombrando «regulador» del asunto a un socio del propio Keating. Y tan ricamente. Sin complejos. Aunque eso sí, todo esto «por detrás» y mediante maniobras «invisibles».
A muchos todo esto les sonará a economía «libre», a mí me suena a platonismo «puro», siempre en busca de un tirano de Siracusa.
Curiosamente el áureo Platón encarnaba en sí mismo su idea del mundo, el hombre de barro y su arquetipo ideal, el filósofo etéreo y el político distópico, el mundo del alma razonable y la dictadura bestial.
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