[dropcap]L[/dropcap]o primero que salta a la vista es que esto del «Nuevo orden» es un eufemismo. En primer lugar porque de nuevo tiene poco (es más viejo que Matusalén). Y en cuanto al desorden que provoca, no es necesario subrayar las evidencias. Estas se nos presentan apabullantes, miremos solo a nuestro país, o con perspectiva más amplia observemos el orbe terráqueo.
Todo empezó con Reagan, y al principio no se le dio importancia. Se supuso, con excesiva ingenuidad, que aquella era una fiebre pasajera, una anomalía inconsistente y por tanto fugaz. Pero no, era un plan. Otros dicen una guerra, que los «ricos» (pobre gente) están ganando. Lo dicen ellos mismos: los ricos expertos en guerras de ricos.
¿Que les habrán hecho los pobres? Aparte de conquistar derechos y dignidad.
Que aquel escenario extraño, retrógrado, y extremo, fuese a durar, casi nadie lo adivinó en ese momento. Entre otras cosas porque contradecía una tradición culta y humanista muy arraigada en Occidente. Que era el mismo motivo por el que no prosperó nunca entre nosotros el bolchevismo de los soviets.
En Europa al menos, éramos más de la «Primavera de Praga», síntesis de contrarios (léase la obra del mismo título sobre el tema de nuestro lúcido e inspirado Miguel Delibes).
Lo que ocurre es que si al monstruo le quitas el freno, se desmanda. Y entonces en vez de la primavera llega el invierno. Reagan lo anunció: «Vamos a liberar a la Bestia», amenazó desde Wall Street, templo de su «revolución» inversa. Y así fue.
Y la Bestia era una bestia invernal, retrógrada y fría.
Esto de liberar a la Bestia ¿No suena un poco extremo?
Pues no. Esto, al día de hoy, se considera “normalidad institucional”.
Un aspecto interesante de toda esta movida revolucionaria es el aspecto teológico, o si se prefiere, teocrático del asunto. Quiero decir que todo parece indicar que Lucrecio, Spinoza, Voltaire, o Darwin, emplearon su tiempo e inteligencia en balde. El Occidente que construyeron no ha soportado el gélido soplo de la mística mórbida del Nuevo Orden.
O desorden, según se mire. Involución en todo caso.
En realidad no inquieta el cambio, deprime el retroceso.
Y es que hay que decir que Reagan era un místico, un iluminado. De hecho, según declararon sus más próximos colaboradores, tras sobrevivir a su atentado (de lo cual nos alegramos), se convenció a sí mismo de que era un instrumento de Dios para una misión especial.
Eso está muy bien, pero se sale de los cauces de la racionalidad occidental a la que, con buen juicio, nos hemos acogido, tiempo ha.
Cuando en los más altos puestos de poder (que tienen a su cargo y deciden sobre armas atómicas) se viven experiencias místicas que parecen extraídas de una novela gótica llena de vapores mefíticos, el miedo es libre y la preocupación justificada. De hecho, en este tema, el de la guerra atómica, Reagan jugó con fuego. Como quien tira una moneda a cara o cruz.
Cuando le preguntaron si dudaría en desencadenar el Armagedón, dijo que no le temblaría el pulso.
Y es que no es bueno ni prudente, que a los mandos del mundo haya tipos que se mueven a impulsos de un pensamiento irracional y teológico. O teocrático.
Sin duda, ante estas revoluciones de última hora, Spinoza se habría hundido en la melancolía, y Voltaire no habría parado de reírse. Montaigne, sin embargo, habría permanecido indiferente en la soledad de su torre, como diciendo: “Esto no tiene arreglo, prefiero a los caníbales”.
Ese carácter místico de iluminado, le llevaba al presidente Reagan a consultar todas sus decisiones importantes con una astróloga, que en realidad era la astróloga de Nancy, según revela su colaborador más próximo: Donald Regan, que conoció a la pareja de cerca.
Esto tampoco tranquiliza, porque quizás el desenlace atómico pendió de un horóscopo. Y ese es un hilo muy fino e inestable, aparte de extravagante.
A mí esto –lo repito- me inquieta lo suyo, entre otras cosas porque ha creado escuela. En nuestro tiempo han proliferado sus imitadores teosóficos. O sus fans, si se prefiere, ya que estamos hablando de un actor. A Bolsonaro, por ejemplo, no se le cae Dios de los labios.
En otro orden de cosas, ese actor, según algunos investigadores, que aportan datos consistentes al respecto, mantuvo vínculos estrechos con la mafia.
Aquí ya el cóctel se complica, porque tenemos a un actor, que se considera elegido por Dios, que mantiene vínculos estrechos con la mafia (le ayudaron a pagar sus deudas), y que predica, en un sermón bursátil, «liberar a la Bestia». Y esto no es una película de serie B. Es la realidad.
El caso es que Dios, la rapiña, y la codicia, todo ello mezclado con una patria furibunda y una globalización en marcha (mi patria y mi paraíso fiscal lo primero, o lo primero y lo segundo) vuelven a coincidir en las altas esferas del poder, dónde los mandamases compadrean con la mafia (no fue solo Andreotti). Va todo incluido en el mismo paquete descivilizatorio.
No les preocupa en absoluto (son gente sin complejos y sin memoria) que ese modo de ver las cosas, ya fuera caduco y viejo en tiempos de nuestros tatarabuelos. “USA primero” es como decir: volvamos a las cavernas.
Hasta ahora, la duda y la crítica eran consustanciales a nuestra civilización, su base misma. Esto viene de atrás. Ya los presocráticos dudaban si las cosas cambiaban o permanecían estables. Luego Sócrates dijo, con sobria prudencia, que sólo sabía que no sabía nada. Pero Reagan, ser omnisciente, lo tenía todo claro: por aquí el imperio del bien, y por allí el imperio del mal; por aquí lo correcto, y por allí lo incorrecto; por aquí los virtuosos, y por allí los pecadores. por aquí el sistema (nuestro sistema), y por allí los antisistema.
De esa seguridad fanática procede el paradigma actual: el pensamiento único del extremo centro. Ese extremo centro que ha abierto el camino de par en par a la extrema derecha.
La democracia es el ámbito de la duda, y esa duda no se lleva bien con el pensamiento único. Ahora bien, lo que hoy se nos vende desde todos los púlpitos, es ese pensamiento único como “normalidad institucional”. Esto explica esas prepotencias ruidosas que a algunos, nos desconciertan. Occidente, no hace tanto, era otra cosa.
Son ya muchos los que coinciden en el diagnóstico: lo que las instituciones de la «normalidad» nos están vendiendo desde hace décadas, es un proceso de descivilización. Suena grave, pero es que lo es.
En cuanto que la civilización es un proceso de liberación de las fuerzas irracionales y oscuras de este y del otro mundo, a los «descivilizadores» empieza a sobrarles la democracia y faltarles un dios. Un dios a la medida, claro está.
El Dios de Reagan era un dios a la medida, un dios codicioso, si, pero también vengativo. Reagan estaba convencido de que la enfermedad del SIDA tenía un significado moral en forma de castigo divino. En ese sentido, los enfermos de SIDA padecían una enfermedad moral, y por ello no necesitaban curarse, sino purgar sus pecados.
Aun con todo esto, y lo tétrico del panorama presente, no conviene hacerse mala sangre, y la razón es obvia: no es bueno para la salud. Esto ya lo dijo Voltaire.
Sin duda Voltaire habría encontrado en nuestro tiempo materia abundante para su ironía, que es una manera jovial y sana de afrontar la irracionalidad ambiente, cualidad que donde más abunda ahora, es en las poltronas del poder.
La irracionalidad del poder, hoy reviste forma tecnócrata, teócrata, y hortera. Extraña mezcla.
La rebelión contra todo esto, por tanto, debe adquirir forma poética, profana, y civil. Es decir, se requiere de una alegría creativa y poética para combatir está tristeza institucional de nuevo cuño y excesiva duración. La poesía sigue siendo un arma cargada de futuro.
Una expresión reconfortante de esa actitud jovial la manifiestan en nuestros días los yayos flautas, pensionistas y abuelos varios, que dan ejemplo una y otra vez de rebeldía solidaria y juvenil. Esto si es una novedad o un síntoma del carácter de nuestro tiempo: antaño los que se movilizaban eran los jóvenes.
Por contraste, esos jóvenes neo yupis, tecnócratas de las escuelas de negocios, o dirigentes políticos criados a fuego lento en el horno de los partidos políticos desde que tienen acné, parecen más rígidos y muertos que un zapato viejo. Tienen un alma seca y cuadriculada, pródiga en Eres masivos y «reformas» laborales. En la austeridad y el precariado de los demás fundamentan su lujo o su poltrona. La inercia o la involución es su gran logro.
Hay en este momento un orden de prioridades, y en ese orden (nuevo) los negocios van por delante de la democracia. Esta es la novedad.
¡A ver! No es que estemos en contra de los negocios. Los negocios existen desde que el mundo es mundo y el hombre trajina en él. El hombre es un animal comercial, un animal de trueques.
A lo que nos oponemos es a que en este estado avanzado de la civilización, los negocios se antepongan a la democracia, y a que se confundan los negocios con los saqueos múltiples y globales.
Luego va Juncker y les pide perdón a los griegos. Luego va Merkel y hace mutis por el foro.
La normalidad institucional que nos vende el nuevo orden, requiere también de una acción en el lenguaje, que va desde las palabras señuelo: “populistas”, “antisistema”, etc.) hasta el clásico recurso a la repetición propagandista.
Si tanto se nos repite hoy “ad nauseam” que nuestra democracia (en España) es normal y homologable, es porque hay clara consciencia de “lo contrario”.
Como en parte aún sigue vive la prensa libre, las evidencias de lo “contrario”, aparecen todos los días en los medios. Aquí, en la prensa libre, hay aún un asidero de futuro.
Pero la prensa libre también convive con la intoxicación. El último ejemplo: a algunos les ha dado últimamente por establecer distinciones bizantinas entre tiranos malvados y dictadores benéficos. Preparando el camino.
Pero para ese camino no se necesitaban tantas alforjas, y nos podíamos haber ahorrado la modernidad, o incluso la civilización.
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